Historias de María Castaña

Comenzamos el viaje por las tradiciones bercianas con un producto humilde pero con gran recorrido histórico y una presencia constatable: la castaña

Marcelino B. Taboada
24/10/2016
 Actualizado a 17/09/2019
Soto de castaños bercianos con una imagen que evoca algo que va más allá de la agroalimentación.
Soto de castaños bercianos con una imagen que evoca algo que va más allá de la agroalimentación.
En primer lugar, es preciso dar por sentado la dificultad, a modo de práctica imposibilidad, de referir – siquiera sea de una manera superficial – todo lo que atañe al mundo de la castañicultura y su influencia social, y hasta política en sentido amplio, a lo largo de la existencia de esta especie arbórea decisiva y mudo testigo de las contingencias de distintas e importantes civilizaciones sucesivas o coincidentes. Ante los obstáculos al abordar tal tarea compilatoria y global, conviene reducir las pretensiones a dos objetivos básicos mas suficientes: crear en el lector una inquietud orientada a mudar o matizar sus apreciaciones anteriores y, por otro lado, aproximar al hombre moderno a lo que fue una componente valiosa e influyente a fin de alcanzar a comprender mejor el modo de vida y sentir de nuestros ancestros, que nos precedieron y usaron su entorno en un régimen de progreso y desarrollo sostenibles.

En otro orden de notas introductorias, hace falta subrayar que en el Capítulo inicial (de las dos entregas previstas) se incluirán sucintas alusiones al castaño, a su fruto (la castaña), anécdotas y curiosidades relatadas por autores ya desaparecidos (y exclusivamente en el ámbito geográfico ibérico) y, en la conclusión y en el seno de lo que se considera literatura oral y popular, se colacionará una serie restringida de dichos o refranes producto de la sabiduría del «vulgo» (que, en realidad, se basa en una experiencia compartida y colectiva incontrovertible aunque dotada en general de peculiar e inmanente expresividad).

Sin más preámbulos ni consideraciones superfluas se comenzará esta aportación, en lo que afecta a la definición esencial del objeto de análisis, mediante una recensión que pretende encadenar extractos de textos ya divulgados por quien esta labor intenta cumplimentar (manteniendo una especie de estructura lógica y continuidad argumental).

El castaño, según pruebas e investigaciones sobre simientes, pólenes y estratigráficas a partir de excavaciones, se puede datar indubitablemente (por lo que afecta a su existencia) ya en el Paleolítico. Asimismo se sabe con toda certitud que, para los pueblos celtas castreños, era el castaño - del mismo modo que el laurel y el tejo - algo muy preciado, de valor simbólico y, hasta cierto punto, representaba un «tótem». El castaño, en concreto, era un compendio constituido por la simbiosis de tres elementos: fuego, tierra y agua, todo lo estrictamente necesario en un ciclo de la naturaleza caracterizado por la muerte de la semilla, acogida por la tierra, alimentada por el agua y necesitada del fuego para su consumo (magosto).

Por otro lado, venía a constituirse como aviso previo de cambio de estación, con los primeros fríos del otoño.
La castaña, al ser una especie típica mediterránea de media montaña, por encima de los 800 metros. aproximadamente, nos hace suponer y aceptar que serían los griegos, primero, y después los romanos los grandes divulgadores de este árbol que llegó a erigirse en una parte muy importante de la subsistencia, capacidad de supervivencia y dieta de todos los pueblos conquistados, hasta la introducción desde el Nuevo Mundo de la patata a comienzos del S.XVI. Este largo espacio temporal dejó una huella indeleble en la cultura, economía y tradición, de lo cual queda constancia documental, sobre todo, correspondiente a la Baja Edad Media.

No sólo era un fruto estimado y esencial, en sus diferentes tratamientos para el consumo humano, sino que queda demostrada la utilización de la madera del «castaño» en la construcción de puentes, en monumentos religiosos, para la artesanía, la elaboración de algunos aperos de labranza…

La consumición de la castaña podía ser adicional- junto a la nuez y la avellana - como una variedad de la categoría general de los frutos secos, como sustento adecuado para el ganado de cerda o en sus distintas elaboraciones que se fueron descubriendo. Los tipos más conocidos de castañas es la verdeal, o más temprana, también reconocida como «Sanmigueliña». Están las que se cosechan en noviembre, de clase «negral» por su color oscuro, de las más duraderas. Otra forma de nombrar a las anteriores es con la palabra o vocablo «serodias». Todas las variedades de castañas, sin distinción, suponían un deber para el forero (lugareño sometido antiguamente a este tipo de sujección y conformidad contractual a un señor, a una autoridad eclesiástica...): cumplir con su contraprestación en el momento acordado (Cuaresma, Miércoles de Ceniza, por Navidad, en la festividad de San Andrés o en el Carnaval).

Las castañas, por último, sirvieron como valor-moneda de cambio, en cuyo caso era necesario disponer de medidas de capacidad, la mayoría de influencia musulmana: así, «las tegas», «los cuarteiros», los celemines, «los mollos», las fanegas y los almudes y los ferrados. Para valorar adecuadamente, se ha de hacer observar que una fanega equivalía a 14 maravedíes blancos.

Otros modos de pagos eran efectuados en sueldos o en dineros.

Simbología del castaño


En perspectiva cronológica lejana cabe subrayar que, en el seno de los pueblos o tribus celtas castreñas, el castaño – conjuntamente con el laurel y el tejo – se erigían en función de una «tríada» de una enorme consideración social, de representación simbólica y hasta de creencia ancestral en sus especiales propiedades. La celebración del magosto (la fiesta tradicional cuyo personaje central es la imprescindible castaña), desde su génesis, se distribuía en dos partes: Estas se convertían y denotaban como componentes antitéticos: por cierto, la primera se implementaría y concebiría en honor de los vivos y la segunda, de los muertos.

Lógicamente, era de tipo ritual simbólico: la castaña aludía al mundo de los difuntos pues se creía, incluso, que representaba su alma. En este aspecto se ha de incidir en que la apetitosa y rica especie nutricia es un fruto y, a la vez, simiente que crece, madura y, tras desembarazarse del espinoso orizo y pasar por todas las inclemencias meteorológicas producidas por acción del agua, aire y tierra- tres elementos fundamentales-, es el precedente de un nuevo castaño.

Como curiosidad, cabe indicar que siempre se abandonaban algunas castañas, al lado de la hoguera, para que, terminado el magosto, sirvieran para nutrir a los difuntos y, al mismo tiempo, para que se calentaran con los rescoldos sobrantes de la hoguera.

Otra anécdota etnográfica es que se pensaba que, con cada castaña que se consumía, era liberada un alma del purgatorio. Y, en el plano dialectológico y para establecer una relación - como productos sustitutorios - entre castaña y patata, aún se recuerda que en algunos lugares de Galicia se referían a la patata como «la castaña de tierra».

Episodios históricos


El lugar habitual para encontrar los castaños es «el soto», porque en estos espacios de tierras incultas es donde se dan las mejores condiciones para su cultivo. Ahora bien, debido a su vital necesidad de subsistencia, el poblador medieval le tenía que prodigar unos pequeños cuidados: así, una de las tareas a realizar era la poda que mejoraba la calidad del fruto y, por otro lado, las ramas y madera inservible se utilizaban para consumo energético en el hogar familiar.

Los injertos servían para seleccionar especies más productivas, en sus dos variantes de raíz y de garfio. Y era costumbre en los aforamientos dejar constancia de que fueran sustituidos los pies de castaño destruidos o muertos, así como el desbroce de la maleza que se iba acumulando en los sotos.

Las repoblaciones, llegado cierto momento (1210-1355) se hicieron sistemáticamente, lo cual demuestra la relevancia de los castaños en la Baja Edad Media. Al mismo tiempo, fueron poblados nuevamente de castaños terrenos dedicados al cultivo, si bien con una buena planificación. De esta manera, se diferenciaban los castaños según fueran los de los sotos «bravos» o «mansos».

La preocupación por la conservación de los sotos llevó a promulgar un ordenamiento legal desde los primeros tiempos en la Edad Media para conseguir que no se produjeran prácticas abusivas que los esquilmaran. Posteriormente, es indicativa una ley de Alfonso X el Sabio, con objeto de evitar incendios en toda la jurisdicción de la Archidiócesis de Santiago. Este monarca de Castilla, León, Toledo, Galicia,… dictó normas para que nadie talara los árboles bajo la amenaza de fuerte sanción. Del mismo modo, manda el pago de un tributo por el aprovechamiento de pastos y leña («montazgo»). Incluso las Órdenes militares (Calatrava, Temple, Alcántara, San Juan y Uclés) no se libraban de este gravamen.

El castaño es un elemento que, desde antiguo, estaba dotado de una potencialidad notable para suministrar materias primas: se cumplía, por tanto, con el precepto de adecuada explotación forestal y maderera. Con todo, la madera de los sotos, fruto de la caída de las ramas o talado del árbol inservible, se hizo servir para satisfacer muchas necesidades: como ejemplos más llamativos, en las zonas vitivinícolas se disponían unas tablas para armazón de las traviesas de las viñas o, en la labor artesanal, se elaboraban con ella herramientas de todo tipo, mobiliario (arcas) y otros utensilios (cayados, arcos,…).

Y lo mismo acaecía en el campo de la construcción, se trabajaba la madera de castaño para componer puertas, ventanas, herramientas y aperos para la labranza; para elementos religiosos como artesonados y techos, junto con su uso en la carpintería. Su complementariedad con el «carballo» (y sus propiedades) determinaron que, a veces, fuera utilizado en obra pública para el tendido de puentes o pasadizos. Los foreros, de la segunda década del XVI, se veían ciertamente presionados para vender la madera del castaño (las tablas) pues su utilidad y aprecio para obras definidas era creciente.

El castaño fue considerado como un “bien raíz”, lo cual da idea de su importancia al final de la Baja Edad Media; sus usufructos (madera y frutos) fueron objeto de transacciones habituales, incluso de árboles sueltos o las utilidades de los sotos, lo cual fue fuente de muchos litigios. Aún se recuerda cómo, en la zona de Puente de D. Flórez, se hablaba del «árbol volador»: situación en que, de una heredad, los frutos y madera del árbol eran legados a un sucesor por fideicomiso que se transmitía indefinidamente, con lo cual el verdadero propietario sólo conservaba la titularidad y el derecho de pastos y la obligación de cuidar o no del bosque. Se asimilaba, en consecuencia, el dueño con un casi «no poseedor»(salvo para ciertos usos y con facultades limitadas). Dentro de la disposición de la explotación agraria, los foreros delimitaban las tierras cultas de las incultas. Era corriente que las propiedades monásticas fueran adjudicadas por «foro» a labradores privilegiados por bastante tiempo, sobre todo con árboles susceptibles de dar frutos, caso de los castaños o manzanos.

Algunos sotos se citan en documentos regios, aunque sean escasos, como en ciertas permutas: Ordoño II con el Obispo de Iria-Flavia Gundesindo o la donación de Ordoño IV al Obispo Sisnando II de Iria.
Los monasterios, erigidos en zonas de amplio arbolado y que no eran muchos, tenían extendidos sus frutos y rentas por varias zonas.

De cualquier forma, los cenobios subsistieron gracias a los recursos forestales y agrícolas, fueran o no trabajados por los monjes. Y, en este sentido, los sotos eran también fuente de ingresos. Los monasterios, como señoríos en propiedad plena de sus posesiones y predios, reglamentaban en algunos casos la forma de hacerse con los frutos, maderas o, en general, el recto proceder de los arrendatarios, como no cortar los castaños, no apañar las castañas caídas o cómo efectuar la poda.
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