06/08/2020
 Actualizado a 06/08/2020
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Están a punto de cumplirse setenta y cinco años de la primera explosión atómica en Hiroshima. Parece que fue ayer... Los americanos dijeron que habían lanzado la bomba, que cambió el destino del mundo, porque iban a morir un millón de sus soldados en el asalto a las islas más grandes del imperio japonés. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre si esa cifra es exagerada o no; da lo mismo: los Estados Unidos querían dejar claro a enemigos y aliados que, a partir de entonces, ellos serían la primera potencia mundial. Por defender la vida de los suyos, mataron a setenta mil hombres, mujeres y niños en el mismo tiempo que tú tardas en guiñar un ojo. Y, lo que es mucho peor, nos hicieron vivir, desde entonces, con la espada de Damocles de la «destrucción mutua asegurada» sobre nuestras cabezas. O sea, el exterminio del género humano.

Hoy, cuándo todavía estamos asumiendo los resultados catastróficos de la primera batalla de la III Guerra Mundial, vemos, alarmados, que también se han sacrificado, por el bien común de la humanidad, a cientos de miles de viejos en todo el planeta. Los viejos se han encontrado en medio de la pandemia abandonados y olvidados en las residencias, en sus casas, y, lo que es peor, en las salas abarrotadas de los hospitales. Uno, evidentemente, no es médico, pero creo que tienen obligación de hacer un juramento cuando acaban la carrera: el Juramento Hipocrático, en el que se comprometen, entre otras muchas cosas a: «no permitir que consideraciones de EDAD, enfermedad e incapacidad, credo, origen étnico, sexo, nacionalidad, afiliación política, raza, orientación sexual o cualquier otro factor se interponga entre mis deberes y mis pacientes». Evidentemente, Apolo y Asclepio tomarán las medidas oportunas contra los miles de médicos que no han cumplido con su obligación y han descartado ayudar a hombres y mujeres que tenían la desgracia de tener más de sesenta y cinco años, dejándolos morir como a perros apaleados. Puede, no obstante, que ellos no fueran los más culpables. El gobierno catalán dio órdenes estrictas para que no se los atendiese. Y, seguramente, hubo otros gobiernos regionales que también lo hicieron. Y el central, disfrazando, eso sí, tal desmán con las más bellas palabras; las mismas que utilizan para idiotizarnos y hacernos creer que el negro es blanco y viceversa. Hemos perdido, en esta batalla, a la mejor generación de nuestra historia: la que nos trajo la democracia, la que nos contaba los cuentos que a ellos les habían contado antes sus padres y sus abuelos, la que consiguió que muchos niños no fuesen llevados a la guardería con un año, o menos, de edad, porque ellos los cuidaban como antes nos habían cuidado a nosotros, la que tuvo la desgracia de no ver a la Cultural en segunda en cuarenta años, ¡cuarenta!, que se dice pronto, pero que seguían yendo al Amilivbia todos los domingos... Como en Hiroshima, nos vendrán con la trola de que lo han hecho para salvaguardar la vida de mucha más gente, más productiva, con toda la vida por delante. Es una trola porque, por desgracia, y gracias al capitalismo feroz en el que vivimos, los jóvenes no tienen futuro. El abuelo de Fulano sabía que podía trabajar, comprarse un piso, crear una familia. Fulano no. Trabaja un mes sí y otro no; cobra una miseria, paga de alquiler la mitad de su sueldo..., así no puede casarse ni el director general del Corte Inglés. Así lo único que puede hacer Fulano es perder la esperanza, acomodarse en su desgracia; no le quedan fuerzas ni para protestar. Se da cuenta que los políticos pasan de él como de la mierda. Que les importa una ídem, que sólo se acuerdan de él cuando tocan elecciones y le prometen un montón de estupideces que sabe que no van a cumplir. Se da cuenta, además, de que es un peón en su partida, al que vuelven loco a base de propaganda, de intoxicaciones interesadas, de dosis cada vez mayores de ideología, (la droga del hombre moderno), que hacen que odie, sin saber por qué, a su vecino, a su amigo de toda la vida.

Antes, el abuelo de Fulano, el que murió en los primeros días de la crisis, por lo menos tenía fe: en Dios, en el partido, en el sindicato, en la parienta... Ahora, a su nieto, no le queda nada. Dios no existe, su pareja le engaña con el primero que encuentra y no digamos nada del partido o del sindicato. En resumidas cuentas: Fulano lo único que espera es que caiga sobre él la bomba que acabará con todo, como en Hiroshima. No se enterará de que va a morir hasta después de que esté muerto. No podrá, siquiera, pronunciar aquel brindis irlandés que decía: «que el diablo se entere que estoy muerto cinco minutos después de haber entrado en el cielo». Y lo decía un pueblo que sólo se arrodillaba para rezar y para disparar. Así que los demás..., pues eso: perdiz muerta. Salud y anarquía.
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