jose-luis-gavilanes-web.jpg

Harry Truman no contesta

José Luis Gavilanes Laso
16/07/2017
 Actualizado a 12/09/2019
Guardar
Hemos entrado con preocupación en la era Trump, pero hubo otra, la de Truman, que lleva consigo un genocidio implícito. Por ser un documento estremecedor en sus términos, no me resisto en reproducir la carta que Francisca González dirigió a Harry Truman, a la sazón Presidente de los EEUU, suplicando clemencia para su marido. Paquita era la esposa de Indalecio González González, alias ‘Asturias’, kapo en los campos de concentración de Mauthausen y Gusen (Austria) y uno de los dos españoles condenados a muerte como criminales de guerra al término de la Segunda Guerra Mundial. El otro fue el catalán José Pallejà Caralt, alias ‘el Negus’. La misiva consta de dos folios que están depositados en el National Archives and Records Administration (NARA), en Washington, con el sello Division of Language, Received Julio/18/1948, Departament of State. La carta fue remitida desde Francia, La Pouponière, Hôpital General, Bourges (Cher). La transcribo tal como aparece en el libro de la investigadora venezolana Laura S. Leret, ‘Domingo Félez, veterano de tres guerras. (Víctima de los nazis, prisionero de EEUU)»¡, Talleres Litográficos de Miguel Ángel García, e Hijo, s.r.l., Caracas, 2014. El texto es el siguiente:

(Bourges 10 de Junio de 1948)
Señor Presidente de EEUU:

«Con el alma fuertemente turbada me dirijo a usted, con la esperanza de encontrar su gracia y apoyo, en favor de mi pobre marido Indalecio González González, preso en la Cárcel de Landsberg/Lech (13 b)-Hinderburgring 12.- V.G.P. Bayer-Germany, US Zone, condenado a la última pena por un Tribunal Militar.

Yo conozco a mi marido desde la infancia y estoy segura de su completa inocencia. Pertenece, como yo, a una familia honradísima, muy numerosa. Le he visto proteger al débil, apiadarse del necesitado, trabajar, cuando era soltero, por sus padres, a quienes ha adorado y adora. Esos mismos sentimientos he podido apreciarlos desde que me casé. El infortunio de la guerra de España destrozó nuestro modesto, pero feliz hogar, y desde entonces, arrebatados de nuestra tierra, hemos sufrido un doloroso calvario, viviendo una vida miserable en los campos de concentración, entre cuyas alambradas fue creciendo mi pobre hijo. A estas penas, a estos recuerdos dolorosos, se une ahora esta angustia de todas las horas, de todos los minutos, de saber mi marido en la trágica situación en la que se halla, sin que yo pueda, débil mujer, hacer nada en el sentido de poder probar, en medio de las desatadas pasiones de los hombres, avivadas por rencores de raza, de religión y de ideas, la inocencia de mi marido.

Yo sufro pensando en lo que él sufre, hablando una lengua que no es la de los que han de juzgarle, sin medios para hacer llegar los testimonios que prueben la absoluta veracidad de sus declaraciones. He ido hace poco a verle. Le he hallado en el hospital de la carcel (sic), y he podido ver que, ni las penas sufridas desde que estalló la guerra de España y nos vimos obligados a exilarnos (sic), ni el atroz tormento moral en que vive,han podido cambiar sus sentimientos que yo conozco, la ternura de su alma, y estoy convencida de que, más que la vida, aún siendo preciosa cuando se es joven, se tiene una mujer y un hijo, a quienes se ama, le preocupa el hecho de que le pueda ser quitada con el estigma de un vil criminal, arrojando sobre la pura frente de mi hijo y la cansada ancianidad de sus padres, esa terrible mancha.

Señor Presidente, yo me hago cargo, pobre infeliz mujer como soy, de los graves problemas que dependen de su alta autoridad, pero desde este apartado rincón de Francia, en donde vivo y trabajo para que pueda vivir e ir a la escuela mi hijo, quiero hacerme la ilusión de que esta carta, en la que pongo mi alma entera, llega a sus manos y la lee usted con la emoción que yo la escribo y comprendiendo la verdad que me la dicta, la pena que me angustia, sabrá intervenir rápidamente, ya que parece que ha sido señalada la ejecución para primero de julio, con el fin de impedir que se cometa un grave error judicial.

Señor Presidente: yo sé que es usted el Jefe de de una grande e ilustre nación, de la que hablan con respeto los hombres y la Historia. Yo sé que otros hombres que ocuparon el mismo puesto que usted, han pasado a la posteridad envueltos en el prestigio mayor que puede acompañar la memoria de quién (sic) ejerció autoridad en el mundo, que es la de haber sabido hacer y poner al servicio de la misma, la fuerza de su nombre y de la nación cuyos destinos presidió. Esos sentimientos, lo mismo se revelan en los magnos hechos que recogen los historiadores, que en la obra callada, oscura, de la vida cotidiana, en donde sin que nadie se entere, se hace el bien que protege al débil y se lleva el consuelo y un soplo de solidaridad humana, a los que tienen necesidad de él. Pues bien, Señor, esto mismo es lo que yo, desde esta parte del Atlántico, vengo a suplicar de usted; esa piedad, ese amor humano con el que hará a las veces obra de justicia, en favor de mi pobre marido Indalecio González González, preso en Alemania, separado de mí desde hace años, después de haberse batido heroicamente, como sus hermanos, cuatro de los cuales murieron en los campos de batalla, en España, y de haberse batido aquí en Francia, en un caso y otro, por la libertad del mundo, de la que es usted y su pueblo uno de los más fuertes y gloriosos campeones.

Señor Presidente, yo espero con el alma transida de emoción, la carta en la que usted me anuncie que ha sido indultado y puesto en libertad mi marido.

Su humilde servidora, Francisca González».

No hay constancia de que la carta tuviera respuesta por parte del presidente de los EEUU Indalecio fue colgado por el cuello hasta morir el 2 de febrero de 1949 en la fortaleza de Landsberg, la misma en la que Hitler escribió ‘Mein Kampf’. Ironías del destino. Aunque no debidamente probados, había testimonios terribles contra él. La humanidad que hubiese representado una respuesta con la gracia del indulto o conmutación de la pena de muerte por otra menor, era algo que por insignificante no merecía ni siquiera el ‘enterado’ en la, por aquel entonces, atribulada conciencia del presidente estadounidense. Porque Truman fue quien dio el consentimiento para que, previamente a la condena y ejecución de un presunto criminal de guerra en un campo de exterminio enemigo y nacido en la para él ignota región asturiana de la no menos desconocida España, se lanzasen en agosto de 1945 sobre dos ciudades japonesas (Hiroshima y Nagasaki) las bombas atómicas que supusieron el exterminio y el sufrimiento de cientos de miles de seres humanos absolutamente inocentes. Y toda esta horrible masacre bajo el nada convincente pretexto de que con su sacrificio se ahorrarían cientos de miles más de muertos. Pero parece que en este estadio de la humanidad, supuestamente avanzado y superador de viejas atrocidades, la matanza de inocentes propios (Pearl Harbor) no tenía otra mejor respuesta como castigo contra quien la infringió que la matanza de sus propios inocentes. Inocentes por inocentes. Ojo por ojo y diente por diente.
Lo más leído