07/10/2018
 Actualizado a 07/09/2019
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Si decíamos hace una semana que la factura de la luz daba calambre, diremos ésta que el recibo del gas atufa. Las casualidades en materia de precios no existen y mucho menos aún en determinadas fechas del calendario. Sube la energía de cara a los meses de invierno, cuando se dispara el consumo doméstico por razones obvias, lo mismo que suben los carburantes coincidiendo con las operaciones salida y regreso de cualquier turno de vacaciones. Se podrá argumentar lo que se quiera y todo valdrá, los buitres son expertos en retórica, pero nadie podrá evitar la sensación de ser pastoreado al albur de los depredadores.

De modo que ahora toca el gas, que nos iba a salvar de los males del carbón y de las térmicas. Y luego subirá el aire, que ya es propiedad de los dueños de los molinillos. Y el agua, que lo es de los señores de los pantanos. Y el sol, que pertenece a los virreyes de las placas de silicio. Y la biomasa, que es moneda para los predicadores de lo alternativo. Aquí no se salva ni Dios, como decía Blas de Otero.

Si bien se piensa, todas esas materias no son realmente de nadie, son bienes mostrencos, y, en consecuencia, debiera ser la administración del común la que se encargara de regular su uso, comercio y beneficio, sin olvidar nunca que se trata de atender a necesidades básicas para la población. Naturalmente, eso, en estos tiempos, es pura poesía. Pero en tal caso habría que demandar responsabilidades a las comisiones varias, organismos cientos y entidades diversas que se constituyen para el debido control del mercado. O determinar que sobran directamente y firmar su acta de defunción, pues de hecho escasa vida y poder demuestran frente a la voracidad de los lobbys, de los oligopolios y de las demás especies de la carroña y de la usura.

Con todo, lo más bonito es saber que uno forma parte de eso que denominan Tarifa del Último Recurso, que suena a últimas voluntades o a las diez de últimas, tanto da. Es la constancia de que no pintamos casi nada en este chollo.
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