22/05/2016
 Actualizado a 17/09/2019
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Hace ya más de dos años que me dejan escribir en esta Nueva Crónica, y después de haber tenido la oportunidad de verla nacer y crecer desde cerca es difícil no sentir orgullo ajeno cuando se desmarca con un trabajo periodístico como la entrevista en prisión de Susana Martín a Monserrat y a Triana, de la que hoy se publica la tercera entrega.

Más allá del morbo que rodea al crimen de Isabel Carrasco, creo que el valor de la entrevista no está en las revelaciones que pueda contener, sino en el testimonio antropológico de lo que es capaz de llegar a albergar el alma humana. La mayoría de los comentarios que en la calle ha suscitado el discurso delirante de las reclusas se centran en su estado mental. Con un ‘han perdido el norte’, o un ‘están fatal’, se cierra habitualmente el capítulo de conclusiones. Sin embargo, yo no veo locura en la Triana y la Monserrat que se explayan ante la periodista, sino las últimas consecuencias de la pérdida absoluta del sentido ético y moral. Quizá se empiece por pensar que cualquiera aprovecharía la oportunidad de acceder a un puesto de trabajo público utilizando determinadas influencias políticas o personales ¿quién no alcanza ese mínimo grado de inmoralidad? Quizá llegue a pensarse que viciar una contratación pública es un ejercicio de picaresca tan generalizado que a uno no le queda más remedio que adaptarse al medio. Quizá en ese ambiente uno pase a confundir favores con derechos, y se sienta víctima de la mayor iniquidad cuando el dedo que un día le señaló apunta, con la misma arbitrariedad, hacia otro sitio, y el cariño del poder se convierte en desprecio o en algo más. Y al final, cuando el odio le come por dentro, uno tiene ya tan absolutamente desdibujado el sentido moral que el crimen se le presenta como un acto de justicia.

Por eso, el regusto que deja la entrevista de Susana Martín es de repulsa, pero también de compasión y de miedo, porque evidencia que nuestros demonios no descansan, que son terroristas con los que no se puede negociar, y vivimos peligrosamente haciéndolo a diario.

Cavilando estas cuestiones visité la chapuza de Feria del Libro con la que este año se nos obsequia y adquirí una joya, las ‘Raíces del invierno’ de Máximo Cayón Diéguez, al que considero el mejor poeta leonés de la actualidad. Lo abrí y, como en una sortes virgilianae, encontré los versos con los que podría rematarse la entrevista que hoy concluye: ‘El odio es el aloque que envilece el corazón / y subvierte razón y sentimientos. / Guardaos, pues, de sus garras y sus fauces’.
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