16/07/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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Nación no es un término discutido y discutible, como manifestó el ínclito expresidente leonés, ni tampoco un sentimiento, como dijo Pedro Sánchez cuando la pregunta de Patxi López le dejó en ridículo en el debate de candidatos a la secretaría general del PSOE. La nación, y en particular la nación española, es sencillamente un hecho, una realidad incuestionable que se manifiesta en eso que Pablo Iglesias llama «la gente», porque es precisamente la gente la que ha construido la historia y la cultura de los pueblos.

Para saber qué es la nación española, para verle la cara, no es necesario remontarse a la vieja Celtiberia, ni a la Hispania romana, ni a quienes dedicaron ochocientos años a la Reconquista de su territorio, ni a la revolución inverosímil de agricultores y amas de casa que pusieron de rodillas al mismo Napoleón. Tan solo hay que ir veinte años atrás, cuando al margen de la política, un pueblo le dijo a un grupo de tiranos sanguinarios que el miedo ya no iba a taparle boca por más tiempo.

Cientos de columnistas y tertulianos han recordado estos días cómo vivieron el secuestro, chantaje y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Como vieron la reacción espontánea de una sociedad acorralando las sedes de Herri Batasuna, dando la cara ante los asesinos. No hubo directrices políticas emanadas de las sedes de los partidos, ni mensajes de «pásalo», porque no había móviles, pero sí había, como siempre ha habido, una nación que se revela cuando la historia le obliga a hacerlo. Si tuviera que elegir, me quedaría con la imagen, totalmente imprevista, de aquellos que en esta época se encontraban veraneando en las playas de España –también en las de la Costa Brava– y que formaban pacíficas cadenas humanas kilométricas, cogidos de la mano, mirando al mar, a la paz y a la decencia.

Sucede que junto a la nación –aunque nunca por encima de ella– está el Estado, que no es más que el aparato de poder, la burocracia y el juego presupuestario, y que en tiempos oscuros como los que actualmente vivimos no sólo se desarrolla al margen de la nación, sino que pretendiendo representarla, usurpa su legitimidad en su dialéctica de reparto de influencias, de cotas de poder y de mangoneos varios. ¿Pueden los Estados no sólo imponerse sobre las naciones sino llegar a deshacerlas? El nuestro, el del café para todos, el del pacto del Majestic, el del acuerdo de Perpignan y la suelta de Bolinaga, que viene a ser lo mismo, lleva 40 años intentándolo denodadamente y aún no lo ha logrado.
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