12/11/2016
 Actualizado a 12/09/2019
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«Una mañana, tras un sueño intranquilo, el país más poderoso de la Tierra se despertó convertido en un monstruoso insecto… Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación al grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto. –¿Qué me ha ocurrido?...» (Gracias por el préstamo, Franz). Que ganó el bicho. De la risa pasamos al susto y al final hubo muerte. Esto no es Hollywood (allí ganó Hillary) con sus ‘happy endings’. Y van tres (o más): el Brexit, las FARC y ahora este Berlusconi paquidérmico. Falta Le Pen para bingo. Cuando lo absurdo se convierte en normal, la normalidad ocupa su hueco: despertamos y el señor Samsa gobierna el mundo. Hay muchas posibilidades de desmenuzar este triunfo de lo impensado, contra sondeos, pronósticos y toda lógica (ese trasto viejo), pero el fenómeno de rechazo en las urnas a los valores admitidos como propios de la cordura política asienta sus bases en los errores de esa misma política. No cabe responsabilizar a los electores, soberanos siempre, sino a quienes han gobernado defraudando a aquellos hasta hacerles caer en una peligrosa e incoherente coherencia. Votan a Trump porque creen que va a cambiar las cosas, independientemente del sentido (o sinsentido) de ese cambio. El cambio se exige y los políticos de siempre no lo garantizan, han desilusionado demasiado. El vaso se colmó con las últimas ‘salidas’ de la crisis. Puestos a buscarlos, el primer responsable es el Partido Republicano (el partido de Abraham Lincoln…): si su programa es el mismo que el de Trump, por eso; y si no lo era, por haber permitido que usara sus siglas. El segundo es el Demócrata: antepusieron dinastías y turnos asignados a las preferencias y demandas de sus electores. Y de poco vale argumentar ahora que los poderes del país limitarán lo que dijo en campaña, y será muy distinto lo que haga: ha ganado con lo que dijo, no con lo que hará. Lo acusaron de antisistema, pero Trump es un producto genuino del sistema. Su metamorfosis.
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