19/03/2017
 Actualizado a 10/09/2019
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Nunca fueron los retretes públicos plato de buen gusto para nadie, faltaría más, pero estarán de acuerdo conmigo quienes, a la hora de valorar, por ejemplo, la categoría de un restaurante, den tanta importancia al buen gusto que deja en el paladar la calidad de los platos como a la limpieza que uno encuentra al entrar en el servicio. Se agradece sobremanera la limpieza de esos excusados, que huelen, más que a recién lavados, a aguafuerte, y en los que uno se siente en la obligación de utilizarlos aunque sea tan sólo para lavarse las manos. Hace muchos años, tantos que no sé a ciencia cierta si ocurría así, convergíamos todos en esos bares en los que existía únicamente una puerta para todos. Acostumbrados como estábamos –ellas y ellos– a hacerlo en el mismo cuarto de baño del establecimiento, ya fuera en el del bar, el restaurante o, en fin, en el de una gasolinera o cualquier reservado compartido, agradecimos en su momento que los hombres se dirigiesen donde ya alguien había titulado HOMBRE, y ellas donde se leía MUJER. Como debe ser.

Pero vinieron los tiempos de la posmodernidad, que, tal como saben los inteligentes lectores de esta columna, es una forma de decir de otro modo las mismas cosas que ya se dijeron en su tiempo, de poner las ideas torcidas cuando posiblemente estaban bien derechas, y allá que se lanzaron los sabelotodo a grabar pililas y tetas en las puertas de los WC para poner una pizca de gracia, je je, en el crítico momento de nuestra particular urgencia.

Lo malo fue cuando, rizando el rizo, aparecía un tornillo (¿en la de él?) y una llave maestra (¿en la de ella?), o un plátano (se supone que en la de él) y una manzana (digamos que en la de ella). Y así, obligados a perder el tiempo en descifrar jeroglíficos en vez de solventar nuestros apremios, íbamos imaginando, en el frontispicio de cada puerta de los servicios, alegorías propias de un concienzudo razonamiento: sol y estrella, bicicleta con barra y bicicleta sin ella… Y si además, de propina, topabas con aquellos urinarios construidos de tal manera que alguien ni alto ni bajo, como yo, tenía que auparse de puntillas para orinar en el referido puchero, observado de reojo por el tío atlético que lo hacía de esa manera, con indolencia, desde su dispositivo colgante, salías de allí para no volver, como decía la canción.

Con el tiempo fui apuntando (y fotografiando) en mi móvil un sinfín de aquellos acertijos. Pero el colmo del despropósito lo hallé en el servicio de un bar del barrio madrileño de Malasaña: un abanico y una cruz. Imaginé, mientras trataba de buscar cualquier otra razonable solución, que la puerta de la cruz pertenecía al wáter de los hombres y la del abanico (conclusión evidente) al de las mujeres; pues no señor: por la puerta en la que lucía estampado el abanico salió un viejecito a quien, en el instante de cederme con amabilidad el paso para que pudiera entrar, me dio tiempo a señalarle el indicativo de la puerta y a preguntarle de manera insidiosa por qué había usado el servicio de mujeres. «No señor, no», me dijo. «Abanico, masculino. Cruz, femenino». Y se fue sin más, apoyándose majestuoso en la cacha.

Mutatis mutandis, Mayra, la joven dueña del bar que frecuento en Puente Castro, pone especial empeño a la hora de vigilar la pulcritud de sus servicios. Como el noventa por ciento de clientes son hombres, guarda en su cajón la llave del excusado de mujeres donde ellos en modo alguno pueden entrar, «salpican todo», dice, «no utilizan la cisterna y, para colmo, se mean fuera».

De manera que, pese a que la frase pueda resultar indecorosa a la vista de sus clientes, la ha dejado prendida para todos en la puerta principal del aseo –si bien, gramaticalmente dedicada a «ellos»–: «Aquí se viene cagado de casa». Nadie, que yo sepa (faltaría más, conociendo el talante de la anfitriona), ha puesto objeción alguna al molesto endecasílabo, aunque uno de los clientes asiduos, que prefiere más el ritmo manriqueño de pie quebrado, le propuso en su día a la bella tabernera el de: «Aquí se viene a beber / a charlar con los amigos / y a pagar». Ella, que suele hacer de su capa un sayo, ni caso le hizo.
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