24/11/2021
 Actualizado a 24/11/2021
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Es ahora, que llueve y la niebla oculta los árboles como si fueran porvenires y el invierno asoma la patita sin aclarar la voz, cuando echo de menos los parques infantiles. Justo ahora que había empezado a comprenderlos como microuniversos en los que, pese a lo que uno podría pensar, no es mayor ni aumenta más que en otros la entropía que mide el desorden de un sistema.

Superadas las tardes en las que lo vivía con resignación, he descubierto que el parque es un lugar propicio para aprender, para ello sólo hace falta quitarse de los ojos las legañas de dar todo por sabido. Limpia así la mirada, todo volverá a ser sorpresa. Sorprenderse es la condición primera del aprendizaje. Aprendo de los niños que, sin estar quietos un segundo, corriendo de un lado para otro, sin embargo, no hay prisa ni urgencia en su movimiento. Son ganas.

Cada etapa de la vida tiene su objeto de deseo, su motivación. En esa que va desde que uno toma conciencia de su cuerpo y empieza a dominarlo y descubre la maravilla de correr, de subir, de trepar, de pasar por debajo, de colgarse, de caerse y levantarse, hasta el momento en que uno se da cuenta de que el parque es un recinto cerrado y prefiere escaparse, el tobogán ejerce una atracción irresistible. Suben y bajan, y vuelta a subir, cada vez más rápido, y otra vez y una más. El tobogán.

En el parque del tobogán amarillo hay distintos caminos para llegar arriba, hay que atravesar puentes y hay también una pequeña plataforma, como torre de vigía, donde esperan a lanzarse si hay cola. El otro día, por un momento, se formó atasco. Algo pasaba. Dos niños poco más mayores, impedían el paso a los demás. Su juego era no dejar a los otros bajar.¿Por qué lo hacían? Me pregunté. ¿Eran niños malos? No. Lo hacían, sencillamente porque podían hacerlo. Tenían ese poder, por su fuerza. Recordé a Hobbes y su «estado de naturaleza» en el que el derecho de cada uno es igual a su poder.

Los parques infantiles tienen algo de ese estado primigenio de lo humano, anterior a la norma, a los límites, cuando todavía la diferencia entre el bien y el mal es lo bueno o malo para mí. Quizás sea necesario haber vivido esto, saber que el hombre puede ser un lobo para el hombre, para comprender los beneficios del ‘contrato social’ y el valor de la justicia.

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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