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El tiempo de los espías

20/02/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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Hemos pasado infinidad de tardes divirtiéndonos con las historias de espías, con las películas de espías, pero la realidad, una vez más, parece que va a superar rápidamente a la ficción. Bueno, la realidad tal y como la conocemos o tal y como nos la cuentan, que esa es otra. Ya no se sabe muy bien qué es lo que existe y lo que no existe, y eso está ocurriendo, paradójicamente, en un momento histórico en el que se supone que recibimos muchísima información sobre cualquier cosa. No es así, por supuesto. El ciudadano está lejos de poseer muchísima información. Y, desde luego, lejísimos de poseer información realmente sensible sobre las cosas que pasan en el vientre de la política internacional. Es verdad que las nuevas tecnologías están permitiendo que fluya globalmente un abundante caudal de noticias y opiniones, pero este progreso tecnológico, sin duda maravilloso, tiene también su lado peligroso y oscuro, como casi cualquier cosa. Fluye lo cierto y lo incierto, se mueve la realidad real y la realidad inventada, todo al mismo tiempo. El gran reto del presente no es otro que distinguir la verdad de la mentira, o la realidad de la ficción interesada. Lo grave del asunto es que siempre hemos pensado que la invención y la falsificación de lo real vendrían justamente del territorio de las sombras, de esos que Trump llama, con ese tono infantiloide tan habitual en él, «los malos». Conviene no caer en estas simplificaciones de parvulario, a menudo diseminadas a través de tuits, que parecen diseñadas para incautos. Hay hechos que destilan maldad, sin paliativos, creo que objetivables. Pero hay una maldad que circula por las alcantarillas de la realidad, que mueve también muchos motores del mundo, y que, por supuesto, procura no alcanzar jamás la superficie, donde sería visible, salvo cuando lo hace convenientemente disfrazada.

Trump ha entrado en un grave conflicto con la prensa, o con la realidad que cuenta la prensa: no se sabe si lo hace como una maniobra de distracción (algo así como la tinta del calamar), o si lo cree realmente. Es una batalla en la que insiste sin cesar, día tras día (tiene una personalidad un poco recalcitrante), como si temiera que sus propósitos pudieran descarrilar por culpa de esa maldita vigilancia a la que le somete el periodismo. ¿Acaso pensaba que podría ser de otra manera en una democracia? Y este es el gran peligro. El peligro que corren las democracias con líderes de este jaez. El peligro que corre la libertad. Poner en el disparadero al mensajero equivale a decir que hay una verdad que no se cuenta, que hay una conspiración, o algo así, para derribar a un poder alternativo, ese poder que, faltaría más, pretende cambiar el paso del mundo. Es la típica actitud del que pide adhesiones inquebrantables, sin permitir críticas a su proyecto: si queréis algo, tenéis que estar conmigo y por tanto contra los otros. Es una filosofía mesiánica de pacotilla, que exige que no se le pongan trabas ni peros, como si hubiera que aceptar todas las necedades que salen de su boca, o de sus tuits, a pies juntillas. Es decir: la típica actitud del líder que demanda seguidores con los ojos cerrados, sin rechistar. Por eso vivimos un momento crítico. Hay una cosecha de líderes que coquetean con el autoritarismo y la exclusión, líderes abiertamente prepotentes y narcisistas, cuando no faltones y maleducados, que cada día dan un paso más en el descrédito de la realidad contada por la prensa, para imponer la suya propia. En cuanto la población se trague un buen número de falacias y falsificaciones, y lleva camino de ello, todo estará perdido.

Ya hemos escrito aquí que está en peligro el necesario espíritu crítico que sostiene a las verdaderas democracias. Es hora de hacer algo. Los cambios son necesarios, hay muchas cosas mejorables. Claro que sí. Pero me temo que nos han metido de matute un cambio que es en realidad un abuso encubierto: autoritarismo, ideas excluyentes, malos modos, siembra de odio, estado de sospecha permanente, desprecio a los que no son como tú, y en este plan. Esto sí que se parece más a una conspiración de ciertos líderes, o ciertos poderes, contra una gran parte de sus ciudadanos y contra una manera de entender el mundo. Podríamos estar sufriendo un deliberado intento de secuestrar las democracias avanzadas para domesticarlas según los delirantes paradigmas de todos estos nuevos salvapatrias. La nueva guerra fría que vive el mundo tiene que ver con varios vectores, desde luego, pero en gran medida con los súbitos terremotos que sacuden, con el apoyo de muchos votantes (libres pero tal vez incautos, o ‘suicidas’, en palabras de Javier Marías), algunas democracias. Decíamos al principio de este artículo que las historias y las películas de espionaje nos han entretenido durante años, pero de nuevo vuelven a estar de moda los espías: no en el cine, sino en la realidad. Lo cual demuestra que hay un gran movimiento subterráneo (que se ha hecho ahora más visible) por saber, controlar y dominar. Al parecer, no se trata tanto de conocer secretos, que también, cuanto de influir y provocar cambios en una línea determinada, seguramente gracias a esa información privilegiada, o a esos acuerdos entre bambalinas. ¿Somos capaces de comprender cuál es el grado de realidad B que se está produciendo, amasando, cocinando, en el mundo? ¿Sabemos realmente qué es lo que pasa? Pues me temo que no. Nunca lo hemos sabido, parece que el ciudadano no puede saberlo todo, pero creo que, ahora mismo, mucho menos.

Es obvio que los nuevos tiempos exigen nuevos líderes, pero sobre todo exigen nuevos equipos. Hay, sin duda, un grave déficit de calidad y nivel en la política internacional. Y, por qué no decirlo, graves fallas en la educación ciudadana (lo de que cada vez estamos más preparados hay que revisarlo). Se necesita una ciudadanía capaz de discernir, que tenga herramientas para desnudar las imposturas, los engaños y las cada vez más abundantes ruedas de molino. Claro que no faltarán quienes deseen que cuanto menos crítica sea la masa social, tanto mejor: la simplificación, la visión maniquea del mundo (eso en trumpismo en estado puro) nos está matando. Dividir el mundo entre buenos y malos, entre el blanco y el negro, sólo sirve determinados intereses. Un electorado que se quede en la superficie, en el tuit facilón y pendenciero, que no beba de fuentes de información serias y responsables, no le viene nada mal a algunos. Eso explica, claro está, la ira de Trump (y de otros parecidos) contra la prensa. Es coherente, por supuesto: él prefiere su realidad, él prefiere su verdad, y seguramente está convencido de que es la que debe imponerse, porque para eso él es el jefe. Lo mismo ocurrirá, supongo, en sus empresas. ¿Cómo discutir lo que dice el jefe? ¡Hasta ahí podíamos llegar! Lo que sucede es que un país no es una empresa. Ni se puede ni se debe dirigir como una empresa. ¿Llegará a comprenderlo? Tengo serias dudas.

Entre unas cosas y otras hemos aterrizado en una época de gran incertidumbre. El tiempo de los espías ha vuelto, lo que ha derivado, por ejemplo, en una gran crisis de Trump con su propio servicio secreto. La sensación es de caos, de improvisación, de que estamos en manos de gente que se mueve por impulsos, por ocurrencias, amparando sus decisiones en ideas peregrinas, o de otro tiempo, cuando no en criterios de exclusión, en caprichos que tienen que ver con sus creencias personales o con sus intereses. Por eso la realidad de las alcantarillas fluye ahora con rapidez inusitada. Tiempo de espías. Todos se miran, se vigilan, se conchaban. Por eso la realidad real es sustituida a otra prisa por la sacrosanta verdad oficial, bastante tosca y necia a menudo. ¿Vamos a ser tan estúpidos como para dejarnos engatusar? ¿Vamos a creer en líderes que reniegan de la evolución, del cambio climático, de la igualdad entre hombres y mujeres, de la igualdad entre razas, de la diversidad y el respeto por los refugiados? No creo que hayamos retrocedido tanto.
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