09/04/2020
 Actualizado a 09/04/2020
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No recuerdo cuando fui por primera vez al Bierzo. Lo que sí sé es que fui engañado: no sabía lo que me iba a encontrar. Para mí, el Bierzo, era otra comarca más de la provincia, como Tierra de Campos, la Montaña o las Riberas de los ríos. Al verlo, la verdad, es que no supe apreciarlo. Era joven o estúpido; o las dos cosas a la vez. Además, recuerdo que fui por la Nacional VI. Tiempo después, ya convertido en un tipo que tenía que ganarse el pan con el sudor de su frente, creamos una empresa de informática y, ¡claro!, teníamos clientes también en el Bierzo. Una tarde, después de acabar las visitas del día, me decidí a volver para León yendo por Foncebadón. Son las pequeñas casualidades de la vida las que hacen que descubras nuevos y maravillosos horizontes. Aquella tarde, con tiempo de sobra, descubrí el Bierzo. Primero, porque conocí Molinaseca, un pueblo precioso a dos pasos de Ponferrada, con bares y restaurantes que acogen a los peregrinos de cualquier tipo con alegría y hospitalidad. Según acaba el pueblo, empiezas a subir el puerto y no termina hasta llegar al alto donde se encuentra la Cruz de Ferro. Desde allí, creerme, el paisaje es inolvidable. Aquella tarde, parado al pie de la Cruz, completamente solo, me enamoré del Bierzo. Con el tiempo, leí la leyenda de las ‘Siete hermanas peregrinas’, que se perdieron allí mismo y que se convirtieron en luceros que alumbraban siete lugares marianos de la comarca: El Paraje de Escallos, la Peña de Congosto, Fombasallá, al lado del Castillo de Ponferrada, Llamas de Cabrera, Valdeprado, Cacabelos y el valle de Fornela. Según la tradición, las siete hermanas peregrinas se enamoraron de aquellos lugares y, ¿qué mejor forma de quedarse que convertirse en luceros? A mí, pobre mortal, me ocurrió lo mismo.

He vuelto a Bierzo cientos de veces, siempre que he podido. Me encanta su vino y su aguardiente, su comida, sus paisajes...; por gustar, me gusta hasta la niebla que se apodera de la Hoya durante los meses de invierno. Y su gente. Se dice que son raros, que son un ‘quiero y no puedo’, mitad gallegos, mitad leoneses. No es cierto; son acogedores, amables, con una sorna que para si quisiéramos el resto. Y lo que peor que le puedes decir a un berciano es que es gallego. O leonés. Son bercianos, y a mucha honra, según ellos. Y no hace tanto frío como en el resto de esta provincia de aluvión, lo cual, para un friolero como un servidor, es una bendición.

Os voy a contar otra leyenda. Me la dijo, una noche de franca borrachera en la zona alta de Ponferrada, un espíritu, (a un servidor siempre se le han aparecido fantasmas), que había vivido en la ciudad cuando ocurrió el suceso. El espíritu, al que se le notaban unas ganas locas de arrimarse a alguien que le pagase uno o dos vasos de vino, casi a las cuatro de la mañana, se puso hablador. «Mire vuestra merced, lo que le voy a contar es un secreto, por lo que le pido que jamás lo comente con nadie. Me juego el descanso eterno y no es para tomárselo a broma». Le prometí que así lo haría. La verdad es que uno no estaba para prometer gran cosa, pero bueno, no me costaba nada hacerle feliz. Ahora, muchos años después, voy romper mi promesa. En estos tiempos apocalípticos da todo un poco igual. Os ruego, eso sí, que cuándo esto pase no vayáis al castillo de Ponferrada a escarbar: no os servirá de nada. Al cuento.

«Allá por el año de 1307, sucedieron muchas cosas. Una muy importante fue que el Rey de Francia, Felipe ‘el hermoso’, necesitando dinero para sostener el reino, disolvió la orden de los Templarios, quemando en la hoguera a muchos de sus dirigentes. Los Templarios tenían mucho poder y mucha riqueza. Cuando fueron disueltos, esta nunca apareció. Se le ha buscado con el mismo ahínco que, por ejemplo, al Santo Grial, pero nunca se le ha encontrado. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Pues, amigo, una noche, estando yo de vigilancia en la torre norte, apareció un enjambre de caballeros montados a caballo y con diez o quince carros. Estuvieron descargándolos mucho tiempo, se veía rápido que lo que llevaban pesaba mucho. Nos llamaron a los vigilantes para que los ayudáramos y nos hicieron jurar por la Cruz que nada de los que viéramos podía ser contado jamás, bajo pena de muerte. Como pudimos, bajamos a la bodega del castillo todas las cajas. Una vez allí, el que mandaba abrió una puerta secreta que conducía aún más abajo. El pasillo se internaba en las entrañas de la tierra. Después de mucho andar, cargados con las cajas que parecían de hierro, llegamos a una sala dónde dejamos todo. El que mandaba, entonces, nos ordenó que volviésemos por dónde habíamos venido. Él, en compañía de otros dos caballeros, se quedaría. Así lo hicimos. Nunca más se supo de ellos ni de las cajas. Os lo cuento porque, la verdad, es que estoy algo borracho». Cuando acabó de contarme la historia, desapareció como por arte de magia..., y me apenó bastante. Uno, egoísta a fin y al cabo, quería saber más para poder encontrar el dichoso tesoro, como si fuera un Nicolás Cage cualquiera.
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