El niño del capote viejo

28/06/2016
 Actualizado a 02/09/2019
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Es francés, tiene sangre polaca, pone cada año su destino en manos de una virgen portuguesa a la que visita al final de la temporada y sueña en andaluz, en Manolete, cuya vida sabe de memoria, cuyos gestos conoce pese a no haberlo visto y cuyo misterio busca como propio cuando se ausenta aunque siga aquí, pegado a una pared, como la del patio de cuadrillas de León.

Juró que sería lo que su padre no pudo ser, torero. Y con 14 años y un capote viejo del torero que no lo fue se subió a un tren, también viejo y sucio, con destino al misterio de Manolete...

Y llegó a destino. Sigue pareciendo niño pero con cicatrices de veterano de muchas guerras. Su voz de niño sorprende cuando pide agua, el capote o esa espada que mata. Parece un niño que da una conferencia sobre la guerra.

Dice que necesita desaparecer para estar solo con sus sueños y desaparece. Agacha la cabeza y no está. Mira lo que ocurre a su alrededor y no lo ve pues nada le saca de sus ritos. Una mujer le llama una y cien veces y, por insistencia, le arranca esa mirada que Mauri detuvo en el tiempo pues sólo duró un segundo, después volvió a irse.

Los ritos le miden el tiempo que no mira en ninguna parte. Cuando falta un minuto para iniciar el paseíllo coge la montera y con ella se tapa la cara. La acerca y la aleja una y otra vez, la sopla, la acerca y la aleja, hasta que, por fin, la besa y se la cala, parece que se la clava.

Y echa a andar, con su leyenda, con su misterio, con sus mitos, con la memoria de sus trenes viejos. Su cuadrilla camina detrás.

En el centro de la plaza el niño parecía un gigante.
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