El Estrecho donde se abandonaron los abandonados por la esperanza

"El sol naciente por poa, proa al Oeste, por estribor un grupo de delfines de barriga blanda y dorso negro, saludando felices"

Valentín Carrera
05/12/2016
 Actualizado a 12/09/2019
El Faro de la Isla Magdalena, en el Estrecho de Magallanes.
El Faro de la Isla Magdalena, en el Estrecho de Magallanes.
Para quienes somos de tierra adentro, poco avisados en cosas de la mar, es preciso situar en dos coordenadas la importancia geográfica, histórica y estratégica del Estrecho de Magallanes, cuyas aguas surcamos rumbo a Punta Arenas.

Desde que las naves de Colón encuentran «¡Tierra!» en el Caribe, seguir navegando hacia Occidente, por puros motivos comerciales, en busca de la Especiería, se convierte en una obsesión de los reyes portugueses y españoles, y de sus almirantes. La historia reservó a la expedición de Hernando de Magallanes el mérito de hallar el paso sur. Ahora sabemos que comunica los dos océanos, el entonces conocido Atlántico, mar de las tinieblas que desaguaba en una catarata infinita, y el Pacífico o Mar de las Damas; pero en 1520 los navegantes no sabían qué más podía haber después de cada bahía costeada, de cada islote entrevisto en el horizonte. ¿Tierra firme, un continente, un San Barandán, agua fresca y comida, acaso mujeres, indígenas antropófagos?

La incertidumbre en estado puro: sin cartas ni instrumentos de navegación, tan solo el instinto de supervivencia. De los cinco navíos que componían la flotilla de Magallanes, solo la Victoria completó la vuelta al mundo; alguna naufragó y la San Antonio, la mejor dotada, desertó en Cabo Vírgenes y regresó a España con la noticia del hallazgo del estrecho. Con el mapa en la mano, ahora sabemos que aquella proeza cambió la historia de la navegación y del mundo conocido. Pocos años después, la expedición de Jofre de Loaísa primero, y Drake después, se aventuraban más allá del Cabo de Hornos franqueando el Paso Drake: el terrible pasaje que separa los últimos dedos de Chile y Argentina, arrancados de cuajo y sembrados formando Tierra de Fuego, de la mano, o Península Antártica, tendida hacia el continente.

Con el tiempo supimos las ventajas de navegar 390 millas seguras a través del Estrecho frente a las 534 millas peligrosas por el Cabo de Hornos; y la ruta inaugurada por Magallanes se convirtió en paso obligado y necesario. Es la razón geográfica y estratégica por la que ahora mismo estoy cruzando la parte oriental del «Estrecho Patagónico», como lo bautiza el cronista Pigafetta, cuyas descripciones cotejo: «Ya cerquísima del fondo del embudo, y dándose por cadáveres todos, avistaron una boca minúscula que ni boca parece sino esquina, y hacia allí se abandonaron los abandonados por la esperanza, con lo que descubrieron el estrecho a su pesar».

La tierra que se avista desde el centro del canal es una plataforma baja, sin elevaciones ni casi montículos, salvo un pequeño faro en Isla Magdalena; uniforme, seca, sin vegetación, azotada por el viento. Al amanecer del 1 de diciembre subió a bordo del Gamboa el práctico chileno y nos condujo hasta Punta Arenas: el sol naciente por popa, proa al Oeste, por estribor grupos de delfines de barriga blanda y dorso negro, saludando felices; por babor el perfil borroso de un territorio desértico; el agua muy oscura, nutriente, barrosa, con masas de algas flotantes acechando a la deriva; pocas aves marinas y un suave viento de 20 nudos, que por momentos crecía a 35 nudos y rizaba la lámina del mar, sin llegar a asustarnos. Así fue la travesía del Estrecho, que tuve el privilegio de disfrutar desde el puente, aprendiz de grumete, empapándome de las voces y leyes marineras: «¡Medio timón! Para máquina. Máquina parada. Firme el spring. Proa a popa: estamos en posición».

Maniobra no fácil, porque el viento separaba del muelle nuestro casco, sostenido con la proa de dos remolcadores voluntariosos y robustos, el Águila y el Pelícano. Fue así como saltamos a tierra en Punta Arenas, «puerto segurísimo -anotó Pigafetta en 1520 cuando esto era un desierto-, inmejorables aguas, leña, peces, sardinas, mejillones y apio».
Probé el agua purísima de glaciar y, en vez de sardinas, cené un delicioso salmón austral, en homenaje a las piscifactorías que tenía por estas latitudes Pescanova, antes de convertirse en una empresa pirata. Luego, antes de retirarme a descansar en el camarote donde hago tríos con Sandoval y Toni Padín, di un beso en el dedo gordo del pie izquierdo al indio del monumento a Magallanes; y eso fue cuanto dio de sí, en materia de besos, nuestra primera noche en tierra.
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