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Don Sexo o don Sexto y doña Casta

José Luis Gavilanes Laso
20/02/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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No es novedad, por relativamente frecuente, oír o leer cada dos por tres la noticia en todo el mundo de eclesiásticos envueltos en asuntos de sexo, y no precisamente el de los ángeles. El caso reciente del que fuera párroco de Tábara (Zamora) durante 26 años, José Manuel Ramos Gordón, mientras fue profesor en el seminario menor de La Bañeza (León) en el curso 1988-89, es uno más de los numerosos casos de abuso sexual de menores reconocido en su seno y castigado por la propia Iglesia católica. La pregunta obligada es: ¿estos mismos clérigos serían pedófilos si estuvieran fuera del sacerdocio y, por tanto, libres para unirse en matrimonio; o es la prohibición del enlace matrimonial lo que les tienta a satisfacer el irreprimible impulso sexual derivándolo por otros cauces, incluso por aquellos que pueden desembocar en grave delito?

Desde que San Pablo, uno de los fundadores del cristianismo, se inclinó a favor del matrimonio monogámico y sublimó su personal frigidez viendo en ella un don de Dios (Epístola I a los Corintios), la castidad se volvió una virtud fundamental para la Iglesia católica. Quien quiera tener una visión pormenorizada de esta historia le recomiendo leer lo que dice al respecto, de forma resumida y clara, mi paisano Félix Gordón Ordás en Mi política en España (1961-1963).

La «simple fornicación», esto es, el acto sexual libremente consentido por dos personas de sexo opuesto es, pues, fuera del contexto del matrimonio, un pecado. San Juan Clímaco, en su escalada sublime de mortificarse a sí mismo, declaraba que la fornicación es peor que la herejía porque la Iglesia Católica recibe a los herejes después de que han abjurado y anatomizado sus pecados, mientras que el que ha fornicado «aunque confiese su culpa y salga de su pecado no se le consiente por espacio de algunos años». Es curioso el papel que jugó la Inquisición en el asunto sexual. Fornicar o vivir en concubinato son pecados mortales, sí, pero la Inquisición no perseguía a quienes los cometían sino a quienes sostenían (hayan dado o no el paso al acto) que no había tal pecado o que, como mucho, se trataba de un pecado venial. El aspirar a «comisario del Santo Oficio» tenía un trasfondo sexual. En su Historia crítica de la Inquisición española (1817), Juan Antonio Llorente –buen conocedor del problema puesto que él mismo había ocupado antaño el cargo de secretario– nos dice que, de hecho, era sobre todo para escapar de la jurisdicción del obispo y poder así más cómodamente hacer caso omiso del voto de castidad, por lo que un buen número de sacerdotes solicitaron el cargo de comisario. En el siglo XVI el delito de sodomía no sólo era delito para la Inquisición, sino también para los tribunales civiles que lo castigaban con la hoguera (en algunos países, junto con el adulterio, aún se le aplica la pena de muerte). Una centuria más tarde se rebajaría la pena a 100 o 200 latigazos y de tres a cinco años de galeras. Las minutas de los procesos que han llegado hasta nosotros obligan a concluir que los casos registrados de homosexualidad masculina no se daban tanto por inclinación natural cuanto por eso de que «necesidad obliga». Practican la sodomía aquellos que por imperativos profesionales (marinos), económicos (vagabundos, esclavos) o de reclusión (presos) no pueden acceder al comercio carnal con las mujeres, incluidas las prostitutas. Hasta en los inhumanos campos de concentración nazis se establecieron burdeles como único desahogo placentero de los deportados.

Haciendo un poco de historia, el fanatismo religioso del rey asturiano Fruela I –que no en vano era hijo de Alfonso I, el Católico– le impulsó no solo a prohibir que continuaran libremente los matrimonios entre clérigos de ambos sexos, sino a hacerlo con carácter retroactivo, obligando a los ya casados a separarse de sus esposas. Es lo mismo que mil doscientos años después, y por aquello de que no hay nada nuevo bajo el sol, hizo su «excelencia superlativa» por motivos exactamente opuestos. A los que se habían casado por lo civil durante la II República no se les dejó otra alternativa que pasar por la vicaría o separarse. Los divorcios obtenidos según la ley de 1932 fueron declarados nulos, y si el divorciado había contraído un nuevo matrimonio, éste carecía de efecto. Se prohibieron los anticonceptivos. Iglesia y Estado, en suma, a través de la voz omnipotente de Franco, coincidieron en considerar la familia tradicional basada en el matrimonio monogámico e indisoluble como la piedra angular del sistema.

Han sido tan evidentes como vanos los esfuerzos que a lo largo de la Historia han realizado en múltiples ocasiones las altas jerarquías eclesiásticas para obtener una moralización general en las costumbres de la clerecía. Quien haya leído los Coloquios (1521) de Erasmo o, más recientes, Traidores a Cristo (2006), de René Chandelle, o Los Papas y el sexo (2010), de Eric Frattini, estará bien saturado del conocimiento de los mil abusos sexuales y de otras aberraciones cometidos a la sombra de la Iglesia por Papas, cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes, frailes y monjas.

Celibato, castidad, ayuno y abstinencia, como renuncias que van contra los deseos y apetitos naturales, se ha querido convertirlos en virtudes. Siendo la naturaleza sabia, (y no podría ser de otro modo si la aceptamos como creación divina), cuando se obra con tales dejaciones voluntarias, consustanciales a la condición natural de los seres vivos creados por Dios, es un modo de empobrecer su obra y ocurre lo que ocurre, acontece lo que acontece. Puedo dar fe que experimenté de niño el contacto libinidoso de hombre con sotana; pero comprendo y disculpo su pedofilia, no porque mi hermosura infantil fuese objeto de irresistible atracción sexual, sino por proscribir al sujeto de dar cauce natural a sus impulsos carnales. Más tarde, tuve varios compañeros de estudio que colgaron los hábitos, rehuyendo así la hipocresía de procesionar y tocar las campanas al mismo tiempo. También me confesaron lo inconfesable que se cocía dentro del seminario en materia de sexo.

Antiguamente la fe, además de mover montañas, levantaba imponentes y bellas catedrales, ampulosos monasterios, importantes obras pictóricas y escultóricas; a la vez que, en su nombre, se destruían y quemaban pertenencias y seres humanos. Es paradójico que habiendo perdonado Cristo en la cruz hasta a sus propios verdugos, el cristianismo, pasando de perseguido a perseguidor, en nombre del Evangelio haya podido encarcelar, torturar y ejecutar a miles de individuos, puesto que cualquier diferencia con las opiniones de la jerarquía eclesiástica era considerada como herejía. Al debate teológico, la Iglesia Católica prefirió la condena: vencer antes que convencer. Hoy la fe, al menos en el orbe católico, ya no construye ni destruye nada, porque apenas tiene vitalidad para imponer su obra doctrinal. La vocación sacerdotal, o lo que es lo mismo, el oficio más directo y reconocido relacionado con la espiritualidad religiosa católica, ha caído en barrena. Los seminarios y las celdas monacales están semivacíos. Hay distintos motivos que la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana ha de evaluar como causa, y, sin duda, la persistencia del celibato está entre ellos. ¿Para qué sacar pecho o glorificarse por haberse resistido a las naturales incitaciones de la carne? Si, como dice la Iglesia, Dios nos quiere castos, ¿por qué demonios nos ha creado sexualmente activos todo el año? ¿Para convertirnos en santos por reprimirnos hasta la mortificación? ¿Pero qué clase de Dios es ese que parece complacerse sólo por nuestro sufrimiento? Como decía irónicamente Voltaire: «Dios ha creado el mundo sólo para hacernos rabiar».

Anímicamente, todo en el hombre y mujer son pasiones, y la virtud no está en eliminarlas, sino en admitirlas, contenerlas y dominarlas. Pero comprendo a la Iglesia Católica. Claudicar a estas alturas ante el celibato sería como darle la razón a Lutero. Por lo que habrá que estar permanentemente abiertos al escándalo por mucho incienso que se le eche para ocultarlo. Lo dijo claramente hace muchos años en el Libro del buen amor con poéticas palabras el Arcipreste de Hita, un monje bienhumorado, vividor y vigorosamente consecuente con las «debilidades» sexuales del clero; oigámosle: «Como dize Aristóteles, cosa es verdadera, el mundo por dos cosas travaja: la primera por aver mantenencia; la otra cosa era por aver juntamiento con fembra plazentera. Si lo dexies de mio, seria de culpar; dizelo gran filósofo, non o yo de reptar; de lo que dize el sabio non devedes dudar, ca por obra se prueva el sabio a su fablar».
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