27/08/2016
 Actualizado a 11/09/2019
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No hay nada nuevo bajo el sol, aunque bajo el sol todo brille como si fuera nuevo. El verano se adensa, y tenemos más tiempo y más paciencia para esa tarea entre friki y vintage de leer. Se descubre entonces, una vez más, que desde siempre contar suena con dos tonos primordiales, mayor y menor, y sus variaciones y mezcolanzas. Se es bíblico u homérico (de la Odisea, por supuesto). Se emplea un dejo apocalíptico y omnisciente que pretende aleccionar con voz vigorosa, o se cuenta la feria con vanidades personales. Se habla como si se conociera el mundo o sobre cómo conocerlo. Se posee la Verdad o se enreda con mentiras.

En la primera opción también hay engaños, claro. Gustamos del Génesis, con sus enfáticas metáforas de escala cósmica, o del Cantar de los cantares y su intimidad sensual, mística; pero cuando la Biblia se despeña por las farragosas instrucciones sobre cómo construir tabernáculos, arcas y otros cachivaches sagrados, parece que repasemos un catálogo de Ikea. Es lo que tiene ser Dios, resulta fatigoso que nadie perciba a la primera que los tornillos están contados. Le pasa a Ikea y le pasa a Melville con Moby Dick, en el momento en que se mete a naturalista: aburre. Bíblicos son a menudo García Márquez o los latinoamericanos en general (excepto, tal vez, los del Cono sur), marcados por la necesidad de recrear un continente con imágenes y semejanzas menos indecentes.

Personalmente prefiero el tono provisorio y facetado del hombre de mil argucias que fue Ulises, incluso cuando se encierra en el retrete, esa Ítaca fugaz. En esta opción todos son libros de viajes, interiores o no. Sorel, Gatsby, Huck Finn, Alonso Quijano… regresan de alguna guerra y nos cuentan la ira de los dioses contra su aspiración de reencontrar ese hogar que nunca tuvieron. Y que no existen, los dioses. A menudo parecen los extraviados durante el Éxodo, aquellos que sobrevivieron al diluvio sin subir al arca de Noé. Desde entonces, buscan su lugar en el mundo. Como todos.
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