23/03/2017
 Actualizado a 07/09/2019
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Amanece que no es poco’, la película de José Luis Cuerda que nunca pasa de moda, sólo puede ser entendida por los españoles. Que lo hiciese un belga es casi tan difícil como que un belga se venga arriba por soleares. ‘Amanece que no es poco’ nos muestra como puede ser llevado un pueblo hacía la felicidad. Todos los oficios son votados por la asamblea de vecinos y se escogen según las aptitudes de cada cual. Tú, que eres serio y recto, serás el guardia. Tú, que lees mucho y sabes las cuatro reglas, serás el maestro. Tú, que te pones alegre cuando bebes y cantas y cuentas chistes, serás el borracho. Tú, que gozas como una loca follando, serás la puta, y así sucesivamente. Stalin envidiaría, sin duda, una organización tan perfecta.

Viene esto a cuento de que en mi pueblo, ¡por fin!, se ha vuelto a inventar el Concejo, que es, ni más ni menos, una asamblea donde los vecinos votan en absoluta igualdad para solucionar los problemas que a todos les atañen. El Concejo es la mejor aportación que hicieron nuestro padres a la democracia; mucho más, sin duda, que aquel primer parlamento que convocó el rey Alfonso IX en 1188. Porque en éste sólo podían hablar los nobles, el clero y la burguesía de las ciudades; nunca el pueblo, y en el Concejo, por el contrario, puede hablar y votar todo el mundo. El Concejo entró con buen pie en el siglo XX y ni Franco tuvo huevos para acabar con él, sino que se siguió celebrando durante toda su dictadura; mucho más, si cabe, que cuando llegó la democracia, donde, poco a poco, por falta de gente, por falta de ánimo o por la inercia que provocan las instituciones elegidas mediante sufragio, (¡que lo hagan ellos que para eso les hemos votado), entró en una dinámica de desuso hasta casi desaparecer, puesto que se convocaba muy pocas veces. (También influye, cree uno, el desmedido afán de protagonismo de nuestros políticos que prefieren meter la pata ellos solos antes de consultar al pueblo que los ha elegido.) En la democracia, el pueblo sólo cuenta una vez cada cuatro años. El resto de tiempo no tiene ni voz ni voto. Esto tendrá sentido, no digo que no, en las grandes ciudades, pero nunca en un pueblo donde somos cuatro y nos conocemos de sobra.

El caso es que hace un mes la Junta Vecinal de Vegas convocó un Concejo el domingo después de misa. Quería consultar a la gente sobre quién debía llevar el Casino. Había dos interesados y decidieron que ellos no eran quien para elegir a uno o a otro, cuando, además, las condiciones de explotación eran idénticas y la renta, ¡gracias a Dios!, muy asequible. El pueblo votó y se decidió por una de las dos propuestas. El pueblo acertó, sin duda, con la que escogió, como se ha demostrado de sobra en las tres semanas que lleva funcionando. Ahora el Casino está abierto y da gusto verlo así. Si no llega a ser por la iniciativa de la Junta y el voto del pueblo, Vegas sería uno más de los cientos de pueblos que se han quedado sin bar en la provincia. Porque un bar en el pueblo no es un negocio: es un servicio público o como tal se debería considerar. Las tardes y las noches del otoño y del invierno son eternas y si tienes la mala suerte de sufrir la niebla, de no ser por el bar, lugar cálido y acogedor, podrías muy bien pasar dos días o más viendo sólo al panadero. Un bar abierto supone un sitio donde recogerse cuando vienes de la cuadra o de regar o de dar un paseo. Un bar abierto es el lugar ideal donde ver el fútbol, donde charlar con los amigos de toda la vida que vienen de vez en cuando, donde criticar al que no está y enaltecer al que sabes que te escucha al fondo de la barra porque tiene el cabrón oído de tísico. Un bar, en un pueblo, es en definitiva, una bendición de Dios.

Tendremos que rezar para que las Juntas Vecinales, (si no se las cargan antes estos imbéciles del gobierno), de Vegas y de todos lo pueblos de esta provincia, sigan convocando Concejos para que los pocos habitantes que quedan puedan expresar su opinión sobre cualquier tema que les interese. En realidad, y por una vez, podemos dar la razón a los imbéciles del gobierno. Si los Concejos funcionasen como lo han hecho durante siglos, no habría ninguna razón para que las Juntas tuvieran competencias, ya que estas recaerían en los componentes de la Asamblea, perdón, Concejo.

Está claro, para el que me siga en estas líneas, que yo no voté; me da una especie de alergia malsana depositar un papel en cualquier caja cerrada y por eso no lo hago. Pero que uno no lo haga no significa que esté absolutamente de acuerdo, por lo menos una vez, con el resultado del famoso Concejo.

Salud y anarquía.
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