César Gavela

No escribiré una necrológica. No dibujaré un obituario del escritor berciano y universal que se ha ido sin despedirse, del amigo cuyo nombre me resisto a borrar de la agenda, temblorosa la mano, aún incrédula

Valentín Carrera
14/09/2020
 Actualizado a 14/09/2020
Retrato inédito de César Gavela en 1995, tras sobrevolar El Bierzo en globo.
Retrato inédito de César Gavela en 1995, tras sobrevolar El Bierzo en globo.
No buscaré palabras hermosas: mis queridos Juan Carlos Mestre y Miguel Apunto Varela ya lo han hecho con precisión de láser, y su magisterio me libera del trance doloroso.

Solo voy a hablarles de César Gavela, de su bonhomía, de sus risas y sus libros, de sus impagables historias y personajes, de su conversación, de su ironía, de su inteligente sentido del humor.

Despliego sobre la mesa sus libros y los observo, aún sin creer que el César luchador contra la enfermedad se haya ido tan pronto, tan a destiempo: "La raya seca" -y leo emocionado tu dedicatoria, César: «Para Valentín, berciano, fronterizo, antártico, japonés, compostelano, y sobre todo amigo», Valencia, 29/XI/96-; "El puente de hierro" - su canto de amor a la ciudad de la niebla, dedicado a la memoria de sus padres, Julio Rodríguez Gavela y María del Milagro López Gavela-. "Del camino y otros pasos" - cuentos heterodoxos del Camino de Santiago: están todos los relatos subrayados con rotulador naranja, llenos de marquitas de lector entregado: «Muy bueno» anoté en «Paso de montaña», un relato de tres líneas, digno de Monterroso; pero cuatro páginas después vuelvo a anotar «Muy bueno».

«Pereira/Cunqueiro» me sugiere el relato «Un general de otro tiempo»; y así todos, entre la sonrisa heterodoxa y la carcajada inesperada y libertaria, en Foncebadón o en la Cruz de Ferro, sembrando entre sus lectores «El amor más grande».
Luego llegó la novela El obispo de Cuando -Premio Torrente Ballester, que se abre con una cita de Miguel Torga, que viene al caso: «No creo en ninguna eternidad; pero creo en lo cotidiano concreto como si fuese una eternidad diaria»-; y algún tiempo después, Braganza, una joya editada por Eolas, cuya última dedicatoria no transcribo por pudor. ¡César! Habría sido un magnífico obispo de Mondoñedo, y todavía estamos a tiempo, si quien ha de nombrarlo dice creer en la eternidad.

Poseía memoria de historiador: un día me contó detalles de la pensión Gontán, a la que vino a buscarme, siendo estudiantes, para pasear por Santiago y tomar un café en el Derby con Valle-Inclán. Cuando sobrevolamos El Bierzo en globo, recogió un capacho de risas entre las nubes. Y su fina ironía remataba en carcajada abierta cuando ensayábamos la critica poética de Sefarín y sus ranas adúlteras. Era imposible no ensanchar los pulmones en su presencia.

No olvido su precisa biografía de Ramón Carnicer, el maestro compartido, a quien tanto admirábamos juntos, que se cierra con una entrevista intemporal entre Ramón y César -dos inmensos conversadores-, en la que este lector, hoy triste, dejó subrayada una frase de Gandhi: «Lo fundamental era la perduración de medio millón de aldeas».

¿De qué hablaban César y Ramón, en junio de 1992? De Gandhi, de la humanidad, de la libertad, de la vida, de literatura, del Bierzo, de la desidia… Aquel coloquio, aquel paseo por las faldas del Tibidabo, fue en verdad un diálogo continuado a lo largo de los años, desde el mutuo afecto y amistad. César admiraba a Carnicer y a Miguel Torga, pero escribía a la manera de Cunqueiro y de Antonio Pereira. Estos cuatro autores construyen la ecuación literaria en la que la imaginación de César Gavela ocupa el centro de gravedad.

Podría haber sido al revés: Gavela el precursor, abriendo caminos y otros pasos; y detrás de él, sus alumnos Cunqueiro y Pereira, aprendiendo a bautizar personajes: Albina Lobo, Dora de Ley, Delio Dao, el comandante Aldán, Olvido Alondra, Alicia Chapela, Libertad Capilla, Lázaro Pan… Ahora César vive en todos ellos, y ya para siempre, en la eternidad diaria y cotidiana de Torga: «¿No lo has leído?», me preguntó sorprendido, a propósito de Braganza, su otra gran querencia -el norte de Portugal, que también amaba Pereira-, junto con El Bierzo, Compostela, Mondoñedo y Valencia. Hice caso a su consejo y aquel invierno viajé a Braganza con mi amigo Anxo Cabada, en tiempo de entroido, y compré -como César me había encomendado-los Contos da montanha de Torga, secuestrados en 1941 por la policía de Salazar.

Y aquí están ahora, sobre mi mesa, temblando de emoción, llorosos, los contos y los novos contos, escoltando a la pequeña princesa de Braganza, huérfana ya para siempre de las risas y los bautizos de César. También lloran su ausencia en Tras Os Montes, Lana Barro y Gedeao Gomes, quien al ver a Lana desnuda «creyó que él había muerto. Que estaba en el cielo, o mucho más allá».

En el cielo de Merlín, de Carnicer, de Torga y de Pereira -o mucho más allá-, habita ahora César Gavela, rico en risas y afectos, mendigo de la belleza: «Salgo de casa para que me den el sol y las palabras».

«Acabas de llegar a Mondoñedo del Fondo -le recibirá Guido Couto cuando llegue-. Aquí vienen muy pocos».
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