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Bufones en el jardín

16/01/2017
 Actualizado a 13/09/2019
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Es verdad, como ha señalado Antonio Valdecantos en un artículo reciente publicado en ‘El País’, que no resulta tan extraño el apoyo popular al provocador, al que presume de hacer añicos el sistema tradicional, al que se presenta como salvador y mesías de su pueblo. No importa que lo haga desde la impostura, desde la demagogia, o incluso desde la mentira. No importa que proponga cosas absurdas, ridículas, descabelladas, o incluso aberrantes, sobre todo si la masa electoral no lo percibe de esa manera. O puede que, aunque lo perciba, lo considere necesario para dar un toque a los que llevan décadas, o siglos, gestionando el poder y pisando la dulce moqueta de los despachos. La crisis ha abierto muchos frentes en el mundo occidental, pero también ha abierto muchos ojos, aunque no estoy seguro que demasiadas mentes. Lo curioso es que el enfado, la ira acumulada contra las élites (como se han denominado), esté favoreciendo a personajes que llegan desde los márgenes de la política, en algunos casos, o desde ideologías que cuestionan abiertamente, incluso con alegría, muchas de las ideas principales que sustentan el edificio de la democracia.

En situaciones así, caracterizadas por el desencanto, siempre se acuerda uno de aquellas palabras de Churchill: «la democracia es el peor de los sistemas políticos, con excepción de todos los demás». La democracia, que al parecer está empezando a perder adeptos a favor de ciertas dosis de autoritarismo (al pueblo no se le puede dejar solo, suelen pensar los salvapatrias que se creen ungidos por el poder y la gloria), es la que permite que algunos de estos personajes desabridos y zafios lleguen al poder. No sólo personajes desabridos y zafios: también peligrosamente antidemocráticos. Estamos viendo cómo la democracia, garantista, abierta, permite que sean aclamados personajes que abominan de algunas libertadas conseguidas con no pocos esfuerzos, al tiempo que proclaman, sin empacho y con bastantes altavoces, ideas discriminadoras, xenófobas, machistas, racistas, o directamente ridículas y vergonzantes. Esos personajes llegan a través de los cauces democráticos, como llegaron otros que destruyeron la libertad en Europa y enloquecieron por completo a un continente con gran poso histórico e intelectual. Conviene recordar la historia, porque tendemos a olvidar rápidamente. Cada vez existe un mayor desconocimiento de las calamidades a las que fue conducido este continente, y cada vez se impone más un lenguaje que no hace mucho sería considerado abiertamente intolerable, poco menos que imposible en sociedades abiertas y modernas.

Este súbito regreso del lenguaje zafio y propio de matones a la política en muchos lugares del mundo nos ha cogido por sorpresa. El lenguaje es un síntoma, pero son mucho peores las ideas que hay detrás. Como decía Antonio Valdecantos en el mencionado artículo, votar al bufón puede ser parte de la venganza contra el sistema, o contra la política en sí mismo, algo así como reventarla desde dentro. Se parece a cuando en el aula votábamos al más deslenguado o al menos estudioso como delegado de curso (no siempre ocurría, también es verdad). Tiene algo de broma pesada, de ganas de ver al bocazas en acción, aún a sabiendas de que puede liarla parda. No todos votan pensando en dar un escarmiento a las elites tradicionales. Algunos lo hacen convencidos (o engañados). El charlatán suele jugar a favor de la corriente. Sabe que soplan vientos que empujan a favor de las emociones y las venganzas, que nos alejan de la orilla de los razonamientos. Y la contundencia, la bravuconería callejera, intenta identificarse con esos que creen, y perdón por la expresión, «que hay que echarle un par de huevos» para salir adelante. Intentan convencernos de que el hombre es, siempre, un lobo para el hombre, y por tanto no caben solidaridades, ni medias tintas, sino castigo y mano dura. Ya se sabe que la mano dura es el recurso habitual de los incapaces y de los mediocres.

Lo curioso es que algunos de estos nuevos salvapatrias (con Trump a la cabeza: pero hay otros anteriores a él) intentan presentarse como la alternativa liberadora y sanadora de la sociedad. Como aquellos que librarán a los obreros de sus problemas, como aquellos que «producirán más empleos que Dios ha creado nunca», como aquellos que nos van a devolver la alegría y la felicidad perdida a costa de cerrar fronteras, edificar muros, tensar las relaciones internacionales, amenazar a diestro y siniestro, opinar de lo divino y de lo humano y decidir, que para eso son mentes privilegiadas, lo que es mejor para nosotros y lo que, por tanto, debemos aceptar con la cabeza gacha, sin rechista, preferiblemente los periodistas y los artistas, que siempre andan cuestionándolo todo. Así están las cosas. Claro que las elites tradicionales merecen muchas críticas, y claro que hay muchos aspectos censurables en la evolución de muchas democracias occidentales, incluyendo la nuestra: pero, aún así, todo es absolutamente preferible al autoritarismo, a las decisiones unipersonales, al capricho de un líder, que, además, se cree bendecido por la multitud, cuando no ungido de una superioridad moral (y, ya para morirse de risa, intelectual) con respecto a todos los demás. Trump se presenta como alternativa (¡poco menos que de izquierdas!) a la clase política adinerada que lleva mucho tiempo en el engranaje político, como si él fuera pobre de pedir, o como si vinera de un mundo reivindicativo, de lucha a brazo partido por los más débiles. Aquí no hay más que una receta, que es la del proteccionismo a ultranza, la misma que quieren aplicar algunos iluminados europeos que también gozan de muchos adeptos. Una locura desde cualquier punto de vista económico, que sólo puede llevar al desastre, al encarecimiento, pongamos, de los medicamentos (de tal forma que no puedan ser adquiridos por los que no tengan una cobertura sanitaria: y el Obamacare es una de las primeras cosas que se quieren cargar…), y también de otros medios de consumo.

Pero lo cierto es que este nuevo estilo de gobierno, el zafio y desabrido, este apoyo al bufón de la clase, se está poniendo de moda. Como todo tiende a la simplificación, a la superficialidad y al pragmatismo sin fondo intelectual, se denomina ‘populismo’ a este supuesto movimiento. Es un error de etiquetado, pero también está de moda (será por tanto ‘hashtag’) etiquetarlo todo. Las cosas son bastante más complejas, aunque Trump, aparentemente tan sofisticado en sus gustos, no lo sepa. Etiquetar también tiene algo de equívoco y hasta de engaño. Creemos que la realidad se resume en unos pocos caracteres y luego ya nadie quiere leer más allá de un folio. Alguien deberá teorizar seriamente sobre el populismo como concepto político, porque en los últimos tiempos he escuchado calificar como populista una visión de la realidad y también su contraria. Hay numerosos ejemplos. Lo que está claro es que se está imponiendo una cultura política que se complace en abandonar el lenguaje moderado y los gestos amistosos para sustituirlos por un lenguaje agresivo, bravucón y amenazante. Cuando Trump ganó las elecciones alguien quizás pensó: dejemos que gobierne el millonario, y quizás nos hará millonarios a todos. Es una vieja idea, la de gobernar un país como si fuera una empresa. Y un país no es una empresa. Es una vieja y peligrosa idea a cuyos efectos perniciosos, ojalá, no tengamos ocasión de asistir.

Lo más grave de esta pasión por el bufón y por el que emplea el lenguaje más matón a la hora del recreo está en el contagio europeo, además de la desestabilización internacional, que ya parece en marcha. Claro que las autoridades europeas presentan debilidades, claro que merecen muchas críticas, claro que hay mucho que cambiar. Pero la política del puñetazo en la mesa no es la adecuada. La política de cambiarlo todo (mucho me temo que para que nada cambie) es un grave error. Pronto se verá la aberración del ‘Brexit’, tan apoyado por Trump, claro, y que ahora incluso apoya el laborista Corbyn, en una especie de huida hacia adelante. Es obvio que el triunfo de las posturas antieuropeas depende de la destrucción de Europa. No podemos permitirlo, pero se va a intentar: desde dentro y desde fuera. Europa es la idea política más brillante de los últimos doscientos años. Hay que rejuvenecer la democracia ya, porque está amenazada.
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