Belén, campanas de Belén

Manuel Rodríguez Díez
23/12/2016
 Actualizado a 18/09/2019
Muchos de los que saben que la mayor parte de mi vida ha transcurrido en ‘Usamérica’ me preguntan si añoro aquellas tierras. La respuesta es siempre la misma: añorar, lo que es añorar, no. En España se vive muy bien; quizás mejor que en la mayor parte del mundo, ‘Usalandia’ incluida, así que no hay lugar para morriñas. Solo de vez en cuando, en ocasiones muy puntuales, echo de menos la que en la práctica ha sido mi patria adoptiva. De la hermosa Navidad neoyorkina recuerdo todos los años el maravilloso espectáculo navideño que, desde 1933 y este año desde el 18 de diciembre hasta el 2 de febrero, se representa en el famoso Radio City Music Hall que, con sus más de 6.000 butacas, quizás siga siendo el ‘cine’ más grande del mundo. Durante la temporada mencionada, se ofrecerá el espectáculo de tres a cinco veces el día, lo que supone una media de más de 22.000 espectadores diarios; unos 320.000 en total. Y al que esto le parezca exagerado, que intente reservar un asiento a través de internet.

El espectáculo es simplemente grandioso, en parte gracias al inmenso escenario que tan pronto es una pista de patinaje sobre hielo, como un campo en que se ven crecer y florecer flores, o en el que se ve moverse casi imperceptiblemente de un lado a otro una orquesta que ha aparecido de repente en escena elevada desde el sótano por un sistema de ‘ascensores’ que fue el modelo usado en los portaviones de USA en la segunda guerra mundial para subir los aviones a cubierta desde las entrañas del buque. Un escenario en que aparecen y desaparecen casas y circulan autobuses de tamaño normal, en el que se escenifica todo el ‘Cuento de Navidad’ de Dickens, mercado incluido, y en el que el famosísimo cuerpo de ballet de precisión las Rockettes, formado por 36 esculturales bailarinas que se mueven con una precisión casi inexplicable y que tan pronto son los soldaditos de madera del Cascanueces como muñecas de trapo cuyos miembros desvaídos engañarían a las de verdad. Y nunca falla su famosísimo finale en que levantan alternativamente una u otra pierna a una altura de vértigo y que ha dado origen a miles de fotos tomadas desde un extremo de la fila y en las que las 36 piernas en moción aparecen como una sola, tal es la precisión del movimiento.

Sin embargo, no es el soberbio espectáculo de variedades en sí lo que me hace recordarlo, sino el número final: una maravillosa escenificación viviente de la Natividad llevada a cabo por un pequeño ejército de actores, incluyendo camellos, ovejas, caballos y borricos, todos ellos camino de Belén para ofrecer su homenaje al Niño allí nacido. Es de una belleza y gusto sin igual y se convierte, año tras año, en el favorito de los miles de personas que asisten al espectáculo a diario. Ni que decir tiene que los peques se vuelven locos cuando ven aparecer a los pastores con sus ovejas y burros, y a los magos con sus camellos y caballos. Todo esto al ritmo del Adeste Fideles interpretado por los dos órganos situados uno a cada extremo del proscenio y con cuatro teclados cada uno y un total de 4.410 tubos. Llega un momento en que la majestuosidad del momento impone y se hace un silencio impresionante en el inmenso recinto, roto solo por el click de miles de flashes de cámaras y teléfonos. Y todo esto con un público formado por cristianos, judíos, musulmanes, budistas, sintoístas y cualquier otra religión que uno pueda imaginar, o ninguna, dado que el número de turistas de todo el mundo que asiste al espectáculo es elevadísimo. Y el silencio y respeto se hace aún mayor cuando en el enorme telón transparente de seda que da a la escena un toque casi etéreo se proyecta la siguiente composición de autor desconocido:

«Nació en una oscura aldea, hijo de una pobre aldeana.
Creció en otra oscura aldea donde trabajó en un taller de carpintero
hasta que cumplió treinta años.
Luego, durante tres, fue predicador itinerante.
Nunca tuvo una familia ni poseyó una casa.
Nunca puso su pie en una ciudad grande.
Nunca viajó más allá de trescientos kilómetros del lugar donde nació.
Nunca escribió un libro o tuvo un cargo público.
Nunca hizo ninguna de las cosas que normalmente se asocian con la grandeza.
Mientras aún era joven, la ola de la opinión pública se volvió contra él.
Sus amigos lo abandonaron.
Fue entregado a sus enemigos y se le sometió a una parodia de juicio.
Fue clavado a una cruz entre dos ladrones.
Mientras moría, sus verdugos se jugaron lo único que poseía: su túnica.
Una vez muerto, fue bajado de la cruz y enterrado en una sepultura prestada.
Han comenzado y terminado veinte siglos
y hoy él es la figura central para una gran parte de la raza humana.
Todos los ejércitos que han desfilado a la largo de la historia,
y todas las armadas que se han dado a la vela,
y todos los parlamentes que se han sentado a legislar,
y todos los reyes que han reinado a lo largo de los siglos,
sumados juntos,
no han afectado a la vida del hombre en este mundo
tan poderosamente como esta vida que comenzó en una gruta de Belén".

El increíble silencio que se ha ‘oído’ mientras se escuchaba una hermosa voz leyendo esta composición es roto al final por el sonoro y largo aplauso de los seis mil espectadores presentes.

Y esto ocurre en un país que, desde su fundación y por constitución, es oficialmente aconfesional y laico. Mientras, en nuestra ‘católica’ España, muchos de nuestros líderes municipales no solo mandan al exilio a nuestros populares belenes populares, sino que hasta los convierten en mamarrachadas que, por suerte, aún resultan insultantes para personas, creyentes o no, que, guste o no a esos ‘supuestos líderes’, saben que las palabras del ‘poema’ anterior son una realidad histórica innegable. Que no, que muchos de nuestros compatriotas, especialmente entre los ‘cortesanos’, siguen confundiendo el tocino con la velocidad. ¿Y todavía me pregunta alguno que por qué recuerdo la Navidad neoyorkina?

Desde este rincón de La Nueva Crónica, Feliz Navidad a todos los lectores.
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