11/12/2016
 Actualizado a 08/09/2019
Guardar
La primera vez que me dejé barba culminaba una etapa laboral exitosa para adentrarme en otra más oscura, pesaba noventa kilos y apenas me quedaba pelo en el flequillo. Superada la edad de Cristo tenía asumido eso de ser «bajito, calvo y con bigote», un retrato fácil de dibujar para casos de «búsqueda y captura». Aunque siempre he sido de patillas anchas y cuidadas, ahora me ha dado por retrasar unos días el ritual de brocha y maquinilla. Pasan las semanas y cuando me quiero dar cuenta tengo «cara de proletario», como dijo una asesora del ministro Soria al confundirme con un minero en los días de la ‘Marcha Negra’. Una vez al mes, si tengo pasta suficiente y tiempo disponible, pido cita en una antigua barbería de Chamberí, mi barrio en el exilio de Madrid, y solicito un completo: treinta minutos largos de corte y afeitado clásicos a veinticinco euros el estilismo.

Disfruto en estos sitios porque soy capaz de recordar uno ubicado en la leonesa calle de Juan Madrazo, donde Hilario, un viejo peluquero de Valverde de La Virgen, apuraba su puro mientras rapaba a ese guaje que era yo y calentaba, al mismo tiempo, una desgastada cafetera sobre una estufa de butano. Las perchas, los espejos, números atrasados de la revista Interviú, Gelete de fondo en el transistor, la butaca de acero, olor a loción, los mismos botes de laca, la bata de aquel tipo, sus tijeras, las cuchillas con funda de papel... No es fácil encontrar barberos de esa época en estos tiempos de hispters, fitsters, muppies y yuccies. Mis principales criterios de selección los he descrito anteriormente, añadiría buena conversación y un poco de tacto en el esquile ya que, desgraciadamente, no hay mucho que cortar. Si les sirve esta reseña, queridos lectores, y lejos de convertir la columna de hoy en una pieza publicitaria, recomiendo que se pasen por el número 10 de la avenida de Roma en León. Allí encontrarán una peluquería para caballeros, inaugurada en 1941, que todavía hoy guarda la esencia de aquellos establecimientos. Cada cierto tiempo suelo acercarme por ese templo del buen afeitado que regenta Francisco Mateos, heredero de una saga procedente de Santa María del Páramo, por cuyas navajas habrán pasado cientos de collejas cazurras. Sentado frente a su espejo observo en mí el paso de los años e imagino qué pensaría de este barbudo ese chaval que iba donde Hilario y soñaba con ser mayor para dejarse bigote, peinarse hacia atrás o usar colonia de paisano.
Lo más leído