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Balada de los cafés tristes

18/02/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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"El pueblo de por sí ya es melancólico. No tiene gran cosa". Es el comienzo de la novela La balada del café triste, de la escritora estadounidense Carson McCullers, de cuyo nacimiento se cumplen cien años este domingo. Es una historia de amor triple no correspondido: la de Miss Amelia, una mujer huraña y hombruna, hacia Lymon, su primo jorobado; la de éste hacia Marvin, el marido de Amelia, que vuelve después de estar varios años en la cárcel, y la del ex preso hacia la mujer, que cierra el círculo. Todo en un pequeño pueblo «solitario, triste, que está como perdido y olvidado del resto del mundo».

De él se describen sus escasas y malas comunicaciones, la lejana estación de ferrocarril y las pocas rutas de autobuses, que pasan a tres millas de distancia. Un pueblo con una calle mayor que no mide más de cien metros y en la que si se pasa «en una tarde de agosto, no encuentra uno nada que hacer», al revés que en nuestros pueblos, en los que el mes estival es el único en el que esa misma calle estaría llena.

En este lugar, tiempo atrás, Miss Amelia abrió un café en el piso bajo de su casa, antes de recluirse en ella para convertirse, al otro lado de la ventana, en «una de esas caras borrosas que se ven en los sueños». Era, al revés de lo que sugiere el nombre de la novela, un café alegre, que dio animación a la población dormida.

Lo imagino como cualquiera de esos cafés solitarios que hay en los pueblos más pequeños y a los que se va para descubrir que sus habitantes aún tienen pulso, un corazón al que son bombeados los vecinos y que confirma que la vida todavía existe entre las casas de persianas bajadas.

Un reportaje en El País recordaba esta semana que la mitad de los municipios españoles está «en riesgo de extinción», ya que de los 8.125 pueblos que hay en nuestro país, 4.955 tiene menos de un millar de habitantes. En un momento en que la despoblación vuelve a ser un tema de reflexión -no sé si política, peroal menos literaria y periodística, con autores como Sergio del Molino y Lara Moreno, entre otros-, parece que abrir un café en el pueblo es también una forma de resistencia, aunque nunca superará al mantenimiento de la escuela, la consulta médica y el autobús. De todas formas, y por si acaso: uno con leche, por favor.
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