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Antonio López pinta todas las ventanas

05/05/2017
 Actualizado a 11/09/2019
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«Hoy he estado trabajando en una escultura a tamaño natural de Mari, en la que estoy desde hace dos o tres años. La empecé cuando ella me podía posar. Ahora ya no me puede posar. Así que trabajo con un maniquí con su ropa». El hombrecillo coge aire, casi puedo oír cómo traga saliva. El hombrecillo en una esquina de la mesa, sentado junto a Paloma Segrelles, el ministro de Cultura y el director del Prado. El hombrecillo, porque eso es lo que es: un hombrecillo, mucho más pequeño que sus compañeros de mesa, que alcanza a duras penas el micrófono, con ralos cabellos grises, manos grandes, cuerpo menudo. El hombrecillo continúa: «También trabajo en la escuela de Ingenieros. Pinto una vista de Madrid. Me han dejado un aula para mí –dice con asombro–. Voy todos los días y pinto». El hombrecillo sigue: «Los años te dan unas armas y te quitan la plenitud física. Ahora tenía que hacer el camino pictórico armonizado con mis facultades físicas. Tenía que ser menos minucioso, con más volúmenes. Debería pintar menos ventanas. Pero no. No quiero pintar menos ventanas, y como no las veo bien, saco los prismáticos». Se ríe. Antonio López, 81 años, uno de nuestros artistas más reconocidos fuera y dentro de España, y el más cotizado, ladea la cabeza: «Ahora me interesan los cuerpos y el erotismo de las flores. Con la edad que tengo pienso que tengo derecho a pintar a personas desnudas, personas desnudas que se aman».

Personas desnudas que se aman.

En este salón atestado de un hotel de cinco estrellas de Madrid resuenan sus palabras como un bálsamo. El hombrecillo habla con su acento de Tomelloso, de una ciudad-pueblo, su acento manchego y su sentido común manchego, un don Quijote disminuido, pero lúcido. Parece que va a soltar un lugar común, sus frases empiezan así: «Las cosas que», «tenía que», «yo pienso que». Y de pronto dice: «En toda pintura, incluso en la figurativa se almacenan las abstracciones, en Bach hay abstracciones». Y dice: «Con el arte corres muchos riesgos. Van Gogh se pegó un tiro –se ríe como un niño travieso–. Si las cosas se pusieran muy mal, hay muchos trabajos que yo podría hacer». Lo dice consciente de que es una gran broma. Para empezar cualquiera de sus cuadros vale cientos de miles de euros. Sin embargo, él es una persona austera, no ha cambiado sus hábitos monacales a pesar de éxito. Duerme en un camastro en su estudio, viste casi como un vagabundo. Ese es el hombrecillo admirado por todas esas señoras y señores elegante que llenan la sala, que quizá posean alguno de sus cuadros. Se anuncia el final de la charla. Entonces el hombrecillo saca su acento más manchego, podría ser un labrador junto a su viña que filosofa sobre la vida y la muerte: «Yo he tenido siempre una cosa muy buena, muy buena, y es que me gusta mucho pintar».
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