13/10/2016
 Actualizado a 10/09/2019
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Hace muchas lunas, cuando empecé a escribir en el diario que era el hermano mayor de este actual, decía tonterías sobre rutas para hacer caminando, en burro, en bici o en coche por esta provincia. Escribir sobre ríos o paisajes es algo inocuo, poco dado a la hilaridad o al sobresalto. Se tiene que explicar por qué camino hay que ir, dónde pararse a ver un árbol o una montaña y pare usted de contar. Uno, que es como es, logró muchas veces embarullar el asunto y mezclar temas poco usuales en estos menesteres. Lo bueno de escribir en periódicos de provincias es que no te lee ni dios, o, por lo menos, lo hace poca gente. Así, porque no me leía ni la familia, conseguí volver a muchos de los sitios que narré sin que sus habitantes me rompiesen la cara al verme.

En una de esas rutas hablaba del Porma. La escribí con todo el cariño y el afecto del que fui capaz, aunque sólo fuese porque el Porma es mi río de cabecera, el río que cuenta las historias de mis antepasados, el río que hace que mi pueblo sea especial, para lo bueno y para lo malo. En la última parte de las crónicas de los lugares, intentaba, por salir del guión más que nada, recomendar un restaurante de la zona; uno que fuese bueno, que se saliese de lo corriente. En aquella ruta del Porma, decidí hablar de un restaurante de Boñar donde había comido muy bien un montón de veces. Para no cagarla, llamé por teléfono a su dueño y, después de explicarle la movida, le pedí que me dijese un menú del que se sintiese orgulloso. El tipo se fue por los cerros de Úbeda. En vez de decirme «pon estos platos», explicados someramente, le entró el síndrome de gran restaurador y me endilgó el típico rollo de «aquí elaboramos la comida de mi abuela pero con un toque moderno». Me puse a temblar. Cuando un cantinero, aunque sea con posibles, te empieza a soltar el discurso de la abuelita que cocinaba como los ángeles y te lo adoba con un poco de nitrógeno líquido, malo, tiembla de miedo y huye lo más lejos posible.

Por qué, ¿qué cocinaban nuestras abuelas? Las del Porma, que es de lo que hablamos, lo tenían claro: de lunes a sábado, para la comida, cocido. Se acabó el conflicto. La única concesión que hacían era que, de vez en cuando, cambiaban los garbanzos por las alubias y, en ese caso, te quedabas sin la sopa. Por la noche, la cosa podía ir desde unos huevos con chorizo o una tortilla a unas sopas de ajo. Los domingos, la mayoría de los domingos, hacían arroz con volatería, (gallina, pollo, codornices en su época de caza, pato de casa o alavanco, normalmente cazado a destiempo).

Dice un refrán italiano que «cuando el labriego mata un pollo, o está malo el labriego o el pollo». En aquella sociedad misérrima, anclada en la autarquía del régimen, había que economizar, y mucho más si querían mandar a los hijos a estudiar a la capital. Un pollo se vendía en la plaza de León por un buen dinero, el necesario para pagar algo que quedara pendiente.

Aquellas abuelas y a los que alimentaban, comían mal. La verdura, dejando a parte a las berzas, lombardas y nabicoles, frutos del invierno, era como las bicicletas, para el verano. El tomate que se comía en casa era de la huerta y la cosecha duraba un mes y medio. Lo mismo que los fréjoles verdes, las lechugas o los pimientos. El resto de año no había. Del pescado hablo un poco: las abuelas guisaban, asaban o freían los peces del río, pescados legalmente o no. Y bacalao... Mi abuelo, que lo vendía, lo llamaba «el pan de los pobres». ¡Hay que joderse! Si viviese y viese su precio actualmente, le daría un infarto, más que nada por lo que dejó de ganar.

Ahora estamos con lo de la feria de los productos de León que llega siempre por el Pilar. Da gusto, de verdad, ver y catar la cantidad de buenos productos que se hacen en esta tierra. Quien me conoce sabe que llevo años repitiendo como un mantra lo de «el turismo y las fábricas de chorizo es lo único que nos queda». Porque es cierto que es así. Acabaron con las minas, la agricultura, la ganadería, los tres pilares sobre los que se construyó la economía de León. Hicieron pantanos que destrozaron todo el norte, sus valles, sus pueblos... Pantanos que, paradojas de la vida, en algún caso, como el de Vegamián, en el Porma, no han producido ni un kilovatio de electricidad en cincuenta años y que sirven para regar una zona que en poco tiempo estará despoblada. Sólo nos queda el turismo y los chorizos... Somos pobres, sí, pero seamos dignos: no dejemos que nos vendan cuentos.

Salud y anarquía.
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