23/07/2016
 Actualizado a 12/09/2019
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Lo comentó ya Julio Llamazares el pasado fin de semana, confirmando la perspicacia del libro de Sergio del Molino ‘La España vacía’. Porque sucede que se nos llena la boca con excelencias culturales y monumentales, con pasados gloriosos y testimonios de crónicas pomposas, que enseguida peatonalizamos y llenamos de letreritos; nos hartamos de patrias y naciones que no acabamos de definir salvo en el provecho de quienes las jalean, pero la mayor parte del país está desierta, fea y solitaria. Vacía, como ha detallado lúcidamente.

Una España vastísima, además de sola. Abandonada a su suerte desde que el desarrollismo hizo de ella el patio trasero de la historia, desde que el campo se convirtió en postal sepia para bucólicos domingueros y ecologistas cabreados. El país que sirve de horizonte desvaído a las ventanillas de nuestros coches y trenes de alta velocidad, que se deja partir por la mitad dócilmente por autovías, líneas férreas y decisiones políticas, el que maltratamos a la mínima ocasión, del que nos mofamos y donde apenas se puede enviar un whatsapp; allí donde se consume una generación a golpe de sintrón y de tute. Un país afrentado, además, cada vez que se le dedica una atención tan reglamentaria como desdeñosa: se arrancaron de cuajo sus antiguos caños, arboledas y poyetes para que alguna caja de ahorros envileciera la noble plaza del pueblo con algún banco de hormigón prefabricado y una fuente de diseño de algún creador provincial; ahora se subsidia una economía agrícola sospechosa, con aire de inservible, y se promueven abandonos o replantaciones que desdoran el campo y lo deshonran como un estorbo.

Ese país que no queremos mirar retrata nuestra apatía hacia lo que fuimos y, tal vez, somos. Ese país no es patrimonio de la humanidad, ni siquiera de una parte de ella, porque no tiene más belleza que la que le arrebatan la incuria y el desdén y que de vez en cuando aflora en la esquina de algún atardecer veraniego, recordándonos el ultraje.
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