10/06/2017
 Actualizado a 11/09/2019
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Hace unos días fue noticia destacada la denuncia de un sindicato de profesores catalanes, Ames, por el adoctrinamiento y manipulación histórica de diversos textos escolares que rigen en su nacionalidad (que así se ha de nominar, por hoy, Cataluña según el artículo segundo de nuestra Constitución). Es un tema, si se quiere, de no tanta relevancia como la desigualdad creciente entre los españoles, que arrojan todas las estadísticas solventes, en los ámbitos educativo, sanitario y social, en razón de la comunidad autónoma en la que viven; sin desmerecimiento de la mención a los impedimentos existentes, para ejercer, en algunas de ellas, los derechos que les otorga su ciudadanía.

La transferencia de la educación, en las condiciones en que se ha efectuado en España y cómo algunas comunidades la ejercen, ha sido una de las dejaciones, por parte de los gobiernos, más clamorosas, cuya consecuencia más evidente es el ‘horadamiento’ de un sentimiento nacional, que no es algo arcaico y retrógrado, sino una suma esencial de derechos y obligaciones en condiciones de igualdad, ejercidos en un territorio al amparo de una legítima Constitución. Tanto la directora de la Real Academia de la Historia, Carmen Iglesias, como el historiador García de Cortázar, han testimoniado la relevancia de la manipulación de la historia: se duele la primera al manifestar «que resulta desolador ver generaciones educadas en la falsedad, en tergiversaciones graves»; y busca el segundo el origen de tan acusado error, no reparado posteriormente, en la época de Adolfo Suárez, “por haber entregado a las comunidades autónomas la palanca ideológica de la historia, renunciando el Estado al principal instrumento de formación de ciudadanos».

El hecho, a estas alturas, de que la Alta Inspección educativa haya manifestado su intención de interesarse por asunto de tanta enjundia, en una de sus vertientes, la veracidad de los contenidos de los libros de texto en una autonomía efervescente, indica hasta qué punto viene incumpliendo sus obligaciones, con total indolencia. La misma manifestada cuando se toleró el uso de los centros escolares como sede de la consulta ilegal, no exenta de mimos y pancartas, efectuada en Cataluña el 9-N de 2014: ¡vaya lección para la formación de los escolares!, y qué pocos repararon en denunciar tal villanía. La manipulación de los contenidos de los libros de texto, espoleada por cargos políticos, no es algo insólito, novedoso, o pintoresco…, sino harto frecuente en aras a conseguir un desapego hacia España desde la más tierna infancia.

Las directrices políticas para la aprobación de los libros de texto atañen también a las editoriales pues, según qué comunidades, unos mismos contenidos han de merecer tratamiento diferente para recibir la aprobación del consejero o director de turno regionales. No solo la tergiversación afecta al ámbito histórico, aunque es la más palmaria, también a otros, como el literario, o el lingüístico, pues se da el caso, por ejemplo, de que para satisfacer el capricho necio-identitario del mandarín de turno, lo que es un habla local ha de ser denominado como dialecto; o lo que es dialecto como lengua, o bien no mencionar siquiera ninguno de los dos, como sucede en algunos textos con el dialecto valenciano. Uno mismo ha visto de cerca cómo a más de un alumno trasladado no le dieron a conocer a Rubén Darío, y, en su lugar, lo atiborraron con la versificación de un aficionado local, de la misma época, expresada en una lengua regional.

Cabe preguntarse a qué se debe tanta desidia, desinterés, de los responsables públicos, en primer lugar, pero también de gran parte de la sociedad, hacia nuestro común patrimonio cultural, que nos debería concernir, e ilustrar, a todos los españoles. ¿Por qué no existe una comisión de expertos, solventes en las distintas disciplinas, constituida por representantes del ministerio del ramo y de las propias autonomías, que supervisen y autoricen la publicación de los libros de texto? No es este el único disparate, en estos días los bachilleres españoles afrontan la prueba de selectividad (ahora Ebau): es dispar la exigencia, el modelo de examen, los contenidos, según la región. ¿No sería más conveniente que, con la salvaguarda de otras lenguas de la nación, además del español, el examen fuera el mismo, con tribunales aleatorios, y a la misma hora en toda España? ¿Acaso no se tentarían la ropa los manipuladores al abocar a los estudiantes a un fracaso?; ¿no sería este un parco remedio, sencillo y útil?

Cierto es que la tesitura política que vive España y la formación truncada de parte de sus políticos no se prestan mucho que digamos a estas disquisiciones. No obstante, estamos a la espera de ese informe de la Alta Inspección ministerial, como respuesta a la reclamación del sindicato Ames. ¿Llegará?; ¿y si así fuere, se nos comunicará, al tiempo, alguna solución? O seguirá abundando la dejación o alguna negociada componenda…
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