A Alberto Quiroga Iglesias

Por Julio Cayón

03/04/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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El sábado fallecía en la capital leonesa una de las personas que, desde muy joven, supo dignificar la vida mediante el trabajo. El trabajo bien hecho. Un hombre, Alberto Quiroga Iglesias, abogado de profesión, al que jamás le asustó volcarse, de lunes a domingo, sobre la mesa del despacho para resolver los asuntos que, como secretario técnico del Colegio Oficial de Farmacéuticos –luego con el añadido de ilustre–, le inundaban la vida. Le absorbían. Porque el Colegio era él. No se concebía sin él. No existía sin él. Él lo era todo. Para los farmacéuticos y, también, para los empleados, a los que mimó, enseñó e incluso les marcó pautas de existencia y comportamiento. Nunca disfrutará este colectivo sanitario de León de nadie, absolutamente nadie, con la sabiduría, paciencia, capacidad y resolución que atesoraba y ponía en práctica, en el día a día, Alberto Quiroga Iglesias.

Y tanto fue así, que los farmacéuticos llegaron a un punto en que le veían como un confesor, un consejero y un hombre bueno que les resolvía no ya los problemas propios que derivaban del ejercicio profesional, sino aquellos otros que escapaban de ese ámbito y se convertían en cuestiones de carácter personal y, en algunos casos, hasta familiar. Para infundir ánimo y aconsejar debidamente, allí estaba él. Siempre de guardia. Siempre entregado. Siempre dispuesto.

Alberto Quiroga fue como un bálsamo para lo que se dio en llamar la clase farmacéutica. Eran los años en que el colegio estaba inmerso en dar un paso al frente y dejar de ser un mero registro profesional de identidades. Se necesitaba algo más. Tenía que dar mayores servicios. Y Quiroga Iglesias cogió el timón y lo hizo posible. Aquello se esponjó de tal manera, que los colegiados acudían a la sede –la última, por el momento, en el número 15 de la calle Fuero- como si fuera su casa. Y Alberto Quiroga, su familia. Y todos, al abandonar las instalaciones, aliviados. Se iban con los interrogantes despejados. Y los portafolios, naturalmente, mucho más ligeros.

Había nacido en Villafranca del Bierzo en los primeros días del mes de enero de 1930,y bien puede decirse que, con voluntad espartana, se hizo a sí mismo. Aquí, en León, casó con Teresa Flórez Castro, de cuya unión nacerían Alberto –de igual forma abogado- y Teresa –Terín-, la niña de sus ojos. Sin la menor duda, una gran familia, adornada, ahora, después de los años, por tres nietas y un nieto.

Y en estos momentos de pena se vienen a la cabeza las palabras de Victoriano Crémer en la muerte de Ángel Suárez Ema. “Yo protesto”, dijo. Y, con la debida licencia al caso, yo también protesto por la muerte de Alberto Quiroga Iglesias, mi maestro, mi amigo y, en innumerables ocasiones, como mi segundo padre. Es lo que me queda después del último sábado: protestar. Y protestaré siempre.
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