26/10/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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El presidente Charles de Gaulle preguntó una vez, en la Asamblea Nacional Francesa, como se podía gobernar un país que tiene 300 tipos distintos de queso. En realidad, tienen cerca de 400. Nosotros, sus vecinos del sur, somos más humildes a la hora de hablar del número de distintos tipos de queso que comemos: sólo disponemos de unos 200. Son menos, sí, pero son una barbaridad. Supongo que nuestros gobernantes y nuestros rebeldes favoritos, se han hecho esa misma pregunta un millón de veces a lo largo de la historia. Da igual que fuesen moros o cristianos, centralistas o federalistas, dictadores militares o demócratas convencidos, reyes absolutistas o liberales, carlistas o secesionistas, idiotas convencidos o más listos que el hambre. Tenemos 200 tipos de quesos distintos y más de noventa denominaciones de origen de vinos. Un acabose, vamos. Es cierto que algunas son políticas y dan un poco de risa (sin ir más lejos, la asturiana de Cangas de Narcea o alguna de las exageradamente numerosas canarias), pero un país que tiene más de noventa denominaciones de origen de vino es, sencillamente, ingobernable. Lo curioso es que la mayoría de las uvas que se emplean para hacer los dichosos vinos son idénticas casi todas. La reina de las uvas es el Tempranillo, (no penséis que su nombre es en homenaje al bandido José María ‘el tempranillo’, que no tiene nada que ver). Es la uva esencial en las tres o cuatro más famosas y que más botellas producen: en la Rioja, en la Ribera de Duero, en Toro y en Valdepeñas. A un servidor siempre le ha llamado la atención que en los restaurantes de más postín, además de hacer alguna concesión simbólica a algún vino de su tierra (una o dos marcas, todo lo más), el resto de la oferta sea casi exclusivamente de esas mencionadas denominaciones de origen. No está bien. Por ejemplo, las dos que tenemos en esta provincia, han hecho mucho para conservar y dar a conocer las dos uvas-joyas de las que disponemos: la Mencía y el Prieto Picudo. Es lo mismo que sucede en Levante con la uva Bobal, o en Málaga con la Rome, que dan un caldo absolutamente increíble.

Esta diversidad tan apabullante es una bendición de Dios. Hay que huir del pensamiento único, también en la comida y en la bebida. Este país es, pues, muy diverso y muy divertido de ver y de vivir. Tiene sus inconvenientes, claro, como, por ejemplo, la excesiva adrenalina que podemos en todas las manifestaciones públicas y, sobre todo, políticas. Por su causa, desde que los fenicios fundaron Cádiz hace tres mil años, las discusiones se elevan de tono más a menudo de lo necesario. Y lo que peor tenemos, sin duda, es el sectarismo. O estás conmigo o estás equivocado. Yo bebo Rioja por qué digo que es el mejor y punto. Bien; haces muy bien en beber Rioja, pero decir que es el mejor, denigrando implícitamente a todos los demás, es osado y sectario. Yo beberé lo que me dé la gana y tú sigue bebiendo Rioja y todos tan contentos y tan amigos. Y mucho menos trates de imponerme que beba lo que tú.

Estos días leo desolado que en Cataluña muchas familias han dejado de hablarse para no discutir. No es mal método, y si no que se lo pregunten a los monjes cartujos que no hablan nunca por no enfadarse. Pero no deja de ser triste que un padre y un hijo dejen de dirigirse la palabra porque la cosa acabe siempre en una discusión ¡de política!, la más vil de todas las actividades humanas.

A modo de ejemplo; en mi caso, que no soy catalán ni lo pretendo, no ocurre esto, gracias a Dios. Y eso que mi madre vota al PP, mis hijos a Podemos y un servidor no vota porque ya sabéis lo del sarpullido. Nadie, en esta familia, trata de convencer al otro; nadie tiene especial interés en dar la chapa al otro con lo que tiene que pensar o lo que tiene que decir o lo que debe de opinar. Hay firmada una tregua en lo que respecta a las opiniones de cada cual. Lo mismo que la tenemos para elegir el vino que tiene que acompañar a las viandas en Nochebuena o en Año Nuevo. Es más, cada año se procura elegir uno que no hayamos tomado antes. Lo mismo ocurre con el queso, y mira que nos gusta el queso más que comer una zanca de pollo con las manos, que es como se debe de comer, que la sustancia está en el chupe. Un día, uno de Matallana de Valmadrigal; al otro, un asturiano; al siguiente, uno de Zamora y aquí paz y después gloria. Amén.

No penséis, no obstante, que no discutimos. Si lo hacemos, pero la mayoría de las veces el motivo suele ser baladí, como, por ejemplo, dejar bien claro, sobre todo para los nuevos que se juntan en nuestra mesa, quién es el más cabezón de los cuatro. (En mi pueblo se diría a ver quién de los cuatro es más necio...).

Salud y anarquía.
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